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Zetas y Templarios, Michoacán y Tamaulipas

Superiberia

Hace ya algunos años, me tocó estar en una reunión con funcionarios de México y Estados Unidos que estaban analizando la creciente violencia que se vivía en México desde 2004 y se llegó a la conclusión de que las piezas clave para detener ese proceso pasaban, además de por la detención de Joaquín El Chapo Guzmán, fugado desde enero de 2001 y convertido en una suerte de ícono criminal, por la desarticulación de La Familia y Los Zetas.

No se trataba de elegir a un cártel sobre otro, sino de analizar las causas y el estallido de la violencia. La Familia (y sus sucesores, Los Templarios), junto con Los Zetas, fueron los dos cárteles que rompieron todas las viejas reglas que de alguna manera se respetaban, aunque fuera con límites cada vez más estrechos, en el mundo del crimen organizado: un cierto respeto por los territorios y sus comunidades para cuidar sus rutas; respetar las familias de los rivales y no involucrarse en la delincuencia común. Es verdad que los límites siempre fueron difusos, pero lo cierto es que cuando surgen Los Zetas (recordemos que originalmente La Familia era parte de esa organización), todos esos moldes se rompen.

Los Zetas no venían ni del mundo ni de las familias del narcotráfico, tampoco tenían arraigo en la comunidad donde nacieron: fueron enviados a combatir a Osiel Cárdenas en Tamaulipas y se convirtieron en sus sicarios. No tenían lazos con nadie, habían traicionado a la institución militar y operaban en una tierra que no era la suya. Estaban entrenados en tácticas contrainsurgentes y recurrieron a militares guatemaltecos, a kaibiles, que le enseñaron a ellos y a sus sicarios cómo imponerse por la vía del terror. Y eso los hizo poderosos. Sabían que rompiendo las reglas podían conquistar territorios y plazas que estaban bajo control de otras organizaciones, y para eso utilizaron a las pandillas que entonces comenzaron a vivir de explotar a las comunidades con extorsiones, secuestros, robos. Ya no se trataba de deshacerse de un rival, ni siquiera de matarlo: había que descuartizarlo, exhibir la tortura, la brutalidad, expandir el miedo y el terror. Cuando rompieron con Los Zetas y se transformaron en La Familia (y luego en Los Templarios), ese grupo siguió ese camino, pero lo hizo complementándolo con un discurso de un tinte religioso inédito también entre los grupos criminales. No en vano la cuna de esas dos organizaciones, Tamaulipas y Michoacán, han sido los dos estados que más han sufrido esa violencia y expoliación irracional.

Hace ya años dijimos que lo que vivía el país no era una guerra contra el narcotráfico. En realidad, lo que sufríamos, sufrimos, son dos procesos distintos, relacionados entre sí, pero diferentes: está por una parte el narcotráfico real, ese que mete toneladas de drogas a Estados Unidos y cuyo objetivo es preservar sus rutas, sus utilidades, sus territorios de operación. Y está la guerra del narcoconsumo, de la venta de droga al menudeo, de la explotación de las comunidades. Su negocio es otro, es secuestrar, robar, matar, cobrar derecho de piso. Los primeros quieren preservar su negocio, ilícito, criminal, pero que requiere incluso cierto margen de opacidad para realizarse; los segundos viven de la explotación del mercado interno y de la violencia. Lo que en su momento hicieron Los Zetas para ganar territorios fue traslapar, sumar ambos procesos e identificar un fenómeno con el otro.

Con la caída de El Z-9, todos los fundadores de Los Zetas han muerto o están detenidos. Con el operativo en Michoacán, todos los líderes de Los Templarios, salvo La Tuta, están muertos o detenidos. Por supuesto que subsisten distintas bandas identificadas con unos u otros, pero lo cierto es que ambas organizaciones hoy están desarticuladas como tales, sin liderazgos ni mandos claros. El Chapo Guzmán también está detenido. Es muy temprano aún para saber cómo modificarán estos hechos la geografía y la realidad del crimen y la violencia en el país, pero la premisa que se planteó hace unos pocos años se ha alcanzado: Los Zetas y Los Templarios, como los conocimos en el pasado, ya no existen.

Un poblano en el PRD

Luis Maldonado, secretario general de Gobierno de Rafael Moreno Valle, en Puebla, se ha convertido desde ayer en el coordinador de Vinculación Política de la presidencia del PRD. No es un dato en absoluto menor: Luis, que fue un colaborador de Ernesto Zedillo, dejó hace años el PRI y terminó en Movimiento Ciudadano. En Puebla, fue secretario de Educación y ahora de Gobierno. Muy cercano a Moreno Valle, un gobernador con indudable peso en el PAN, Maldonado se afilió al PRD, a manejar sus relaciones políticas, conservando el cargo y la confianza de su jefe en el estado. La decisión incluye múltiples lecturas, para el presente y para el futuro.

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