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Xi Jinping en México: hacer cosas

Superiberia

En el último año y medio he tenido oportunidad de viajar por África y lo que salta a la vista, además de la juventud de su población y el enorme potencial económico de muchos países del continente, es la presencia china.

Lo mismo en Uganda que en Etiopía, Sudán del Sur, Burkina Faso y Mali, es inocultable la huella de la República Popular China. Los vuelos comerciales van llenos de funcionarios y emprendedores chinos a la caza de oportunidades de inversión y comercio.

Lo que mueve a Pekín en África es la fertilidad de sus tierras y la abundancia de sus recursos naturales, cosas que necesita para proveer a su industria y alimentar a su enorme población. Ocho de cada diez dólares que exporta el continente negro al país asiático provienen del petróleo. Uno de cada tres barriles de crudo que importa China viene, en específico, de Angola.

Pekín comenzó a cortejar a África a mediados de la década de los años 90, cuando el entonces presidente Jiang Zemin hizo una visita de alto perfil a Kenia, Egipto, Etiopía, Mali, Namibia y Zimbabue. Esta estrategia de política exterior concluyó con la creación, una década más tarde, del Foro de Cooperación China-África (FOCAC), cuya firma reunió en la capital china a jefes de Estado y dignatarios de 53 países africanos en noviembre de 2006.

Con América Latina, China ha seguido una estrategia país por país, iniciada un poco más tarde que su penetración en África, pero ha sido igualmente rápida y sostenida.

Debió sobreponerse a la ofensiva diplomática de su archirrival Taiwán en Centroamérica y el Caribe —donde se encuentran 11 de las 23 naciones que reconocen a Taipei a nivel mundial—, pero encontró en el advenimiento de regímenes de corte izquierdista en el subcontinente una oportunidad de acercamiento.

Entre China y Brasil se ha forjado una relación muy compatible. El país sudamericano se ha vuelto un proveedor indispensable de productos agrícolas para China como la soya, por la que obtiene más de 20 mil millones de dólares anuales. En 2009, China rebasó a Estados Unidos como principal destinatario de las exportaciones brasileñas.

Pero no sólo eso. Las visiones de política exterior de Pekín y Brasilia han sido sumamente convergentes desde la llegada al poder en Brasil del Partido de los Trabajadores. Ambos países creen en un mundo multipolar, favorecen las decisiones multilaterales en los asuntos internacionales y fueron promotores activos del bloque de naciones emergentes conocido como BRICS.

Sin embargo, China se ha mostrado mucho más preparada para relacionarse con Brasil —y con América Latina, en general— que viceversa, como muestra la falta de hablantes de mandarín y departamentos especializados en las cancillerías de la región. En cambio, la Academia China de Ciencias Sociales tiene un Instituto de Estudios Latinoamericanos, dotado de luso e hispanoparlantes, desde 1979.

Una anécdota ilustra esa disparidad. Cuando el presidente chinoHu Jintao habló ante el Congreso brasileño, en noviembre de 2004, el único traductor que pudo encontrar Itamaraty fue un brasileño de origen chino, quien se equivocó al hacer decir al mandatario que China invertiría 100 mil millones de dólares en la región en los siguientes seis años, cuando lo que realmente dijo es que veía posible que el comercio entre la nación asiática y América Latina alcanzara esa cifra en 2010.

El pronóstico de Hu se quedó corto. Para 2012 el comercio bilateral alcanzó los 261.2 mil millones de dólares, de acuerdo con datos del Fondo Monetario Internacional, y aunque su inversión en el subcontinente aún no llega a la cifra atribuida al ex presidente chino, sí es de un monto nada despreciable: 65 mil millones de dólares.

Luego de una década de estrechar relaciones con América Latina —tiempo en que China ha suscrito acuerdos de libre comercio con Chile, Perú y Costa Rica—, el recién nombrado presidente de la nación más poblada del mundo, Xi Jinping, llegará el miércoles a México en visita de Estado.

China no goza en México de la misma buena imagen que tiene en otros países latinoamericanos, como Brasil. El desequilibrio de la balanza comercial —diez a uno a favor de China, en términos generales— ha dañado muchos sectores de la industria de nuestro país, desde la de los lápices hasta la del acero. Una encuesta de la BBC aplicada en 2011 encontró que sólo 23% de los mexicanos tenía una visión positiva de China.

El Presidente chino parece tener claros esos problemas en víspera de visitar por segunda vez México (ya estuvo aquí como vicepresidente).

En una entrevista con Excélsior, que publicamos el viernes pasado, Xi afirmó que China y México deben “aunar esfuerzos en aras de explorar las potencialidades de nuestro comercio bilateral, ampliar el volumen comercial, optimizar su estructura, así como equilibrar activamente la balanza comercial”.

Interesado en que perciba el crecimiento de su país como “una oportunidad y no una amenaza”, Xi dijo estar a la expectativa de “intercambiar opiniones con el presidente Enrique Peña Nietosobre la profundización de la cooperación sustancial bilateral en el marco de esta visita, a fin de elevar las relaciones a nuevas alturas”.

Incluso fue más allá al decir que China vería con buenos ojos una propuesta para discutir la creación de un acuerdo de libre comercio entre los dos países.

Importante como es para México la visita de Estado que comienza el miércoles —hay temas pendientes de resolver, como la exportación de carne de cerdo mexicana—, la estrategia china respecto de nuestro país forma parte de su consolidación como potencia mundial.

La República Popular China es, desde hace varios años, la nación emergente que más rápido crece. En cosa de dos décadas ha pasado de la periferia al centro del sistema internacional. Hace sentir cada vez más su huella en la economía mundial, al punto de que muchos especialistas esperan que su Producto Interno Bruto rebase al de Estados Unidos hacia 2025.

Sin embargo, rara vez hace sentir su fuerza en el escenario mundial, y sólo en aquellos temas que considera vitales para sus intereses. Eso ha llevado a los observadores a dudar de que pueda reemplazar a Estados Unidos en el corto o mediano plazos como la suprema potencia del mundo.

Claramente instalada en el segundo lugar de esa lista, China se debate entre asumir plenamente el sitio que le corresponde, como un país que puede modelar las relaciones internacionales e incidir sobre los acontecimientos del mundo, o seguir echando mano de la política exterior de bajo perfil que recomendaba el extinto arquitecto de su apertura económica, Deng Xiaoping.

Las palabras de Xi Jinping en la entrevista con Excélsior, en el sentido de que China es un país en desarrollo, que ha “sobrellevado múltiples penalidades y tribulaciones a lo largo de su historia”, una nación que lucha a favor de la paz y el socialismo, muestran que la clase dirigente en Pekín no ha perdido la tradición de abordar sus relaciones  exteriores con pies de plomo.

La tesis atribuida a Deng —“Oculta tu grandeza, espera el momento, no busques liderazgo, pero haz cosas”— parece más viva que nunca.

Lo interesante de que México vaya a estar esta semana en primera fila para observar la estrategia china es que quizá, en un futuro cercano, Pekín llegue a la conclusión de que ya hizo suficientes “cosas” y que es momento de asumir su posición de liderazgo mundial con todas las responsabilidades que ello implica, como el cuidado del medio ambiente.

Porque cuando uno ya terminó de “hacer cosas” —abordar sin medias tintas la relación con México era sin duda uno de sus pendientes— algo debe seguir.

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