Esa frase, que parece significar muchas cosas, para mi familia encierra hoy el recuerdo de un buen hombre, Sergio Juan, mejor conocido como don Sergio. Tuvimos la fortuna de que nuestras vidas se cruzaran con la suya hace ya más de 20 años. Su fortaleza, inteligencia, dignidad y buen humor, estoy segura, le venían de tiempos ancestrales, de esos sabios y mágicos pueblos que todavía hay en Oaxaca, donde enseñan con maneras muy sutiles, pero efectivas, a respetar la dignidad de la vida.
Don Sergio iluminó nuestras fantasías, cuidando siempre de tener listo el remedio para las penas y tristezas. Su amplia sonrisa acogía nuestros problemas para encender una lucecita de esperanza y no andar desbarrancando en el rencor y la rabia. Aprendimos con él que es mucho mejor voltear a mirar la maravilla de la vida y a no amargarnos por pequeños tropiezos.
Era un hombre sabio para eso de las relaciones entre humanas y humanos. A las pequeñas y pequeños los consentía y respondía a sus llamados con el ¡voy volando! que nos hacia reír mucho sólo de imaginarlo planeando por los techos. A mis amigas, su gentileza y cordialidad las animaba hasta para contarle sobre sus tremendos “males de amores”, sus recetas secretas y su deseo de contar con un don Sergio en sus vidas. Con mi marido, respetuosamente se atrevía hasta a señalarle sus errores y a mí me quitó siempre el peso de las “labores propias de mi sexo”, cosa para la que nunca tendré palabras suficientes para agradecérselo.
No hubo empresa en la que no pusiera todo su empeño y creatividad. Cenas, comidas, noches de brujas, excursiones o parrandas, eran puntualmente organizadas y realizadas hasta más allá de nuestros deseos. Coincidimos con quienes nos decían que lo mejor de la casa era don Sergio.
Nos permitió vivir en esta ciudad como si estuviéramos en un barrio antiguo. Conocía al sastre, al que arreglaba cualquier desperfecto, a la señora del pan, al dueño de la farmacia. Así que nos enteraba de todas las novedades: que si el martes se mudaba el de la esquina, que si la hija del vecino ya tenía trabajo, que si los muchachos de la secundaria estaban preparando una gran celebración.
Nada obstaculizaba su empeño por lograr su cometido. Si había que ir hasta la Central de Abasto por camarones, hasta allá se iba, chiflando y cantando su canción. Si el coche no arrancaba, buscaba causa y razón del desperfecto. Si urgía conseguir doradilla para el té de no sé quién, él se las arreglaba y la tenía a la mano. Si había que comunicarse al otro lado del planeta, era capaz de intentar hablar hasta en chino. Nunca se detuvo ante las dificultades.
Es asombroso ver cómo, poco a poco, se convirtió en una persona indispensable y parte importante de nuestra familia. Hombres como don Sergio, no lo puedo asegurar, pero lo intuyo, hay muy poquititos. La tristeza nos embarga, pero nuestros recuerdos siempre conservarán la sonrisa y el aliento de Sergio Juan Cruz. Así es esto de vivir y nada que hacer.
*Licenciada en pedagogía y especialista en estudios de género
clarasch18@hotmail.com