Por: Catón / columnista
Bertrand Russell, matemático y filósofo –una cosa va con la otra–, relató en sus memorias que tanto él como su esposa llegaron vírgenes al matrimonio (en aquella época existía aún esa singular especie de rara avis). “Me satisface decir –escribió– que ni ella ni yo necesitamos asesoría alguna para hacer lo que debíamos hacer, y que pronto lo que antes fue ignorancia se convirtió en la más grande fuente de placer”. En mis tiempos era inconcebible que una mujer llegara con experiencia al matrimonio, a menos que fuera viuda o divorciada. Viudas las había en abundancia; las divorciadas se podían contar con los dedos de una mano al persignarse. A la novia se le exigía ser virgen, aunque el novio no fuera precisamente un San José. Y es que tampoco se podía concebir que un hombre llegara a la noche de bodas sin los conocimientos necesarios para iniciar a su mujercita en los misterios de la vida conyugal. Para adquirir tales conocimientos la mejor universidad –y la única– era el burdel. También había, claro, muchachas y señoras que ejercían sin título, pero esas damas, pese a ser amateurs, salían más caras y además había que oírlas antes y hacerles plática después, lo cual no era necesario en el caso de las profesionales, bastante desinteresadas en materia de conversación. Pero advierto que me estoy apartando del relato, y ni siquiera lo he comenzado aún. Lo anterior viene a cuento por lo que sucedió con Flordelisia, joven mujer recién casada, y que por lo mismo acababa apenas de conocer los deliquios de himeneo. Le encantaron, esos deliquios, tanto que hacía que su maridito los repitiera una y otra vez. Cierto día llegó él de su trabajo. Venía con hambre, y fatigado, así que lo primero que le dijo a Flordelisia al entrar al departamento fue: “Vamos a comer”. “¡Fantástico, mi vida! –se alegró ella–. ¿Lo hacemos aquí mismo en la sala o vamos a la recámara?”. “No te hagas la sorda
–replicó el muchacho–. Dije ‘a comer’”… Pepito le preguntó a su padre: “Papi: ¿cómo decidieron casarse tú y mi mami?”. “Te lo diré –repuso el señor–. Un día tu mamá me murmuró algo al oído. Yo me asusté. Le dije: ‘Que estás ¿qué?’. Fue entonces cuando decidimos casarnos”… Un individuo se presentó ante el dueño del circo y le dijo: “Soy capaz de levantar en alto un gorila con una sola mano”. “Traigan al gorila” –ordenó el empresario. Lo trajeron. Y dijo el individuo: “Éste tiene dos”… Un tipo de nombre Hoganio sentía verdadera pasión por esa forma de masoquismo que se llama golf. Su esposa se desesperaba: “Golf, golf, golf… No hablas de otra cosa más que de golf”. Él se desconcertó. Ignoraba que había otros temas de conversación. Le preguntó a su mujer: “¿De qué otra cosa quieres que hable?”. Repuso la señora: “De cualquier otra cosa. De sexo, por ejemplo”. “Ah, bueno –accedió Hoganio–. Mi caddie se está tirando a la esposa del campeón del club”… Babalucas era recepcionista en un hotel. En cierta ocasión llamó un cliente, irlandés él, para hacer una reservación. Le pidió Babalucas: “Me da su nombre, por favor”. Respondió el de Irlanda: “Sean O’Grady”. El badulaque se molestó. Le dijo al hombre: “Decídase, señor”… Adán y Eva experimentaron por primera vez los inefables goces del placer carnal. Acabado que fue el acto inaugural ella le preguntó a él: “Lo que acabamos de hacer, Adán, ¿significa que ya estamos casados?”. “Sí, Eva –repuso el primer hombre–. Después de esto ya estamos casados en legítimo matrimonio”. “¿Somos ya marido y mujer?”. “Sí, mi amor. Ya somos marido y mujer”. En seguida sugirió Adán: “¿Lo hacemos otra vez?”. “No –negó Eva–. Ahora que ya estamos casados me duele la