Constato en la opinión pública una suerte de contradicción. Para el Presidente y el partido en el gobierno hay una mala noticia y una buena.
La mala. Todas las encuestas confirman que Peña Nieto llega a su 2° Informe de Gobierno marcado por uno de los porcentajes más bajos de aprobación y acuerdo con el rumbo del gobierno que haya padecido Presidente alguno a tan sólo 18 meses de haber tomado las riendas del gobierno. Además, la gran mayoría de los ciudadanos, tres de cada cuatro, no ve las mejoras que Peña Nieto ha ofrecido al país (BGC-Excélsior, 1/09/2014). Peor aún, en contraste con la reiterada petición de Peña Nieto de dar oportunidad a que las reformas proporcionen los frutos prometidos y que los programas comiencen a mejorar la situación económica y de seguridad de los mexicanos, la mayoría de la población expresa que no necesita más tiempo para evaluarlo y muestra muy bajas expectativas con respecto al futuro inmediato. A pesar de la intensa y profunda labor legislativa, los diputados y senadores resultan todavía peor evaluados que el Presidente. Si a éste lo reprueba más de la mitad de los mexicanos, a los legisladores los desaprueba más de 60 por ciento.
Se ha asentado como verdad absoluta que la baja popularidad del Presidente se debe a que prefirió sacrificarla antes que dejar de lado su obligación como hombre de Estado de plantear y lograr la aprobación de las reformas estructurales. Es de celebrar su voluntad y habilidad políticas para lograrlas y la vocación constructiva de la oposición para hacerlas posible. Pero atribuir el desgaste presidencial a la negociación política y al paso de las reformas no parece un análisis certero. Simplemente no hay datos que indiquen que la baja apreciación del Presidente esté vinculada con la apuesta presidencial a las reformas estructurales. Aun cuando algunas de ellas provocan rechazo, las malas calificaciones presidenciales están relacionadas, también según las encuestas, con la falta de resultados en los dos principales problemas que padecen los ciudadanos: el económico traducido en falta de empleo, movilidad y bajos salarios y el de la violencia traducida en falta de seguridad en su integridad física y en su patrimonio. El paso de las reformas no explica ni el bajo crecimiento ni los altos índices de inseguridad.
El problema es que al Presidente se le han agotado los argumentos para explicar la falta de crecimiento. Según nos dicen los secretarios y el propio Informe, los delitos han disminuido, el gasto ha crecido, la inversión se ha elevado, las remesas han aumentado, la recaudación se ha incrementado, el crédito se ha elevado, la economía estadunidense se ha recuperado y el mundo nos ha aplaudido. Pero la economía sigue sin crecer y la seguridad sigue sin llegar.
Ante este presente irrefutable el Presidente ofrece y pide a la población más de lo mismo. Ofrece un mejor futuro y pide paciencia, pues los cimientos están puestos. Ni lo uno ni lo otro está en la perspectiva o el ánimo de la población. El mexicano no quiere ni puede seguir esperando.
Concuerdo con aquellos, incluidos el propio Presidente y su equipo, que sostienen que la popularidad de un gobierno no es necesariamente el mejor indicador de que las cosas se están haciendo bien. Hay políticas y programas de gobierno que pueden resultar muy populares y atraer muchas simpatías, pero que pueden llevar a un país a la ruina. El ejemplo de Hugo Chávez y su sucesor vienen de inmediato a la mente.
Pero las encuestas dicen algo sobre lo que la población siente y quiere y ni lo que siente ni lo que quiere parece descabellado. Lo que un hombre de Estado debe plantearse es cómo atender estas necesidades sin caer en políticas que pongan en riesgo la viabilidad del país. Es combinar la atención del presente sin descuidar el futuro. Ese es el reto que enfrentaba el Presidente y que no pudo cumplir. Ese es el reto que seguirá teniendo.
La buena. Frente al mal ánimo y la desesperanza prevalecientes, aparece una paradoja: el partido en el gobierno —también en todas las encuestas— sigue estando a la cabeza de las preferencias electorales. Si hoy fueran las elecciones el PRI no alcanzaría la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, pero seguiría siendo la primera minoría y conservaría la posición ventajosa de la que hoy goza. Quizá, los electores vean en el PRI a un mal menor, pero lo cierto es que, como se dice, la aprobación está en las urnas.
Estos primeros 18 meses de gobierno arrojan lecciones. La primera es que se puede llegar a acuerdos de gran calado en un contexto de gran pluralidad. La segunda es que legislar bien no equivale a gobernar bien. La tercera es que el discurso de futuro tiene que estar acompañado de un presente de resultados. Demos por buena la idea de que gobernar para obtener popularidad es una mala receta y que Peña Nieto resistió la tentación. Pero no se olvide que, en palabras del líder del PRI: el mejor sistema democrático es el que da más resultados.