Por Jaina Pereyra
Quienes nos entregamos de corazón a la tarea de escribir discursos, somos, creo, en el fondo, personas muy ingenuas. Creemos en la nobleza de las palabras, en su vocación natural para servir de puentes. Confiamos en que las ideas, incluso las que consideramos equivocadas, son lugar de encuentro con el otro. Sabemos que el discurso puede ser un manto que nos cobije, que apacigüe el dolor, que inspire la esperanza, que motive la acción. Por eso lo respetamos tanto, por eso lo cuidamos atentamente, lo construimos meticulosamente.
Escuchamos a nuestros oradores con infinita paciencia, confiando en que en algún momento se va a asomar su humanidad y vamos a poder capturar su voz. A veces son prepotentes, a veces son francamente limitados y, de todos modos, si esperas sin prisa, de pronto ves una sonrisa que te conmueve, un chiste que te enternece, una idea
que te inspira.
Lo mismo pasa en el proceso de escribir. Reúnes datos sin aparente sentido de propósito: fechas, anécdotas, estadísticas. Tienes que comunicar una idea, armar una historia. Nunca sabes cómo darle consistencia hasta que te enfrentas a la hoja en blanco.
Hay discursos que salen rapidito. Otros en los que tienes que martillar la coraza hasta que se revelan. Pero la naturaleza del discursero es confiar en que va a encontrar la forma, el orden, la emoción. Confiamos ciegamente.
Por eso es difícil ser discursero y darse por vencido con la política y los políticos. Estamos acostumbrados a verlos del otro lado, a conocer la cara de la intimidad. Los hemos visto angustiados, aterrados, preocupados, conmovidos. Por eso los queremos convencer de que no se escondan en su discurso, sino que se revelen, porque ahí los hemos conocido y nos han capturado; queremos que el público pueda conocerlos, así, en su mejor versión.
Normalmente éste es mi consejo, pero esta semana Miguel Ángel Yunes salió a defender a los policías que asesinaron brutalmente a Nefertiti y a Grecia Camacho Martínez en Veracruz y, por primera vez en muchos años, quise que el político no se revelara en su discurso.
Contrario a lo que pasa normalmente, el discurso del gobernador de Veracruz lo exhibíó brutalmente y, seamos francos, ese discurso revela que el gobernador de Veracruz más bien es de los que debería esconderse, quitarse del micrófono, taparse con un discurso ajeno, porque su humanidad decepciona. El discurso del señor gobernador reveló a una persona que puede ver fotografías de dos adolescentes desangradas en el pavimento y lo único que se le ocurre pensar es que algo habrán hecho que, a su década y media de vida, lo merecían. El gobernador de Veracruz es de los que puede ver la imagen de una de las adolescentes hincada frente a un policía, con la cabeza agachada, sin armas, sin representar amenaza, sin querer o poder emprender la huida… y de todos modos pensar que los disparos que la asesinaron eran merecidos.
El gobernador de Veracruz dice en un audio que he escuchado, azorada, en loop que “estos tres presuntos delincuentes están perfectamente acreditados, que participaban en una organización delictiva”, como si eso, incluso siendo cierto, les diera razón (¡a las fuerzas del orden!) para matarlas.
Mi alma de discursera se apachurra, se da por vencida. ¿Cómo explicarle a un gobernador lo grave del caso, que sus policías están para defendernos, que él está para ponerles límites y recordarles su humanidad? ¿Cómo negociamos el respeto a la vida con un gobernador que se enoja por los cuestionamientos y no se estremece con los asesinatos? ¿Cómo podemos entablar el encuentro con uno que en serio no ve lo mal que está una comunidad en donde los adolescentes encuentran la muerte en manos de la policía?
Esta semana se viralizó un video de un discurso de un estudiante a favor de la regulación de armas frente al Capitolio en Washington. Dos minutos y medio de oratoria impoluta que cerraba las frases con una epífora poderosa. Las reacciones de Trump y de Washington, decía el estudiante, reflejaban que “tenemos un problema moral”, como clase política y como país.
Escucho a Miguel Ángel Yunes y no puedo llegar más que a la misma conclusión: en este país tenemos un problema moral.
*Especialista en discurso político.
Directora de Discurseros SC.