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Un hormiguero no tiene tanto animal

Superiberia

A diferencia de su antecesor, Miguel Ángel Mancera ha comenzado su carrera hacia la Presidencia de la República con tanta discreción que resulta notoria y una modestia que se hace evidente. Así se fue deshaciendo de las posturas de relumbrón como las playas artificiales y los patinadores en el Zócalo. No hay de qué asombrarse de lo escrito arriba: Todos los que pasaron por la oficina del jefe de Gobierno de la Ciudad de México aspiraron a mudarse al edificio de a lado. De Javier Rojo Gómez a Marcelo Ebrard.

A algunos, como Ernesto P. Uruchurtu y Alfonso Martínez Domínguez, el ambicioso sueño les costó la chamba y la carrera política. A otros, además, mucho dinero, como a Alfonso Corona del Rosal. Óscar Espinosa Villarreal libró de rozón la cárcel mexicana —estuvo preso en Nicaragua— por peculado, y Manuel Camacho Solís hizo una pataleta de su frustración; de Cuauhtémoc Cárdenas o Andrés Manuel López Obrador no hace falta decir nada.

Al profesor Carlos Hank González, el presidente López Portillo le cortó de tajo el sueño: “Tendría una dedicatoria”, dijo escueto cuando le preguntamos sobre la reforma al 82 constitucional, que antaño exigía al Presidente ser mexicano por nacimiento, hijo de mexicanos por nacimiento.

A la chita callando, Miguel Ángel Mancera impulsa las modificaciones legales que harían de la capital de la República un estado federal más; el proceso ya va a medio camino. Primero se logró que el jefe de Gobierno del DF fuese electo en lugar de ser designado por el Presidente, y la capital cuenta ya con un cuerpo legislativo que, con todas sus deficiencias, ha resultado ser un factor político de gran importancia nacional.

La existencia de este Distrito Federal en su forma actual, consecuencia de la macrocefalia que es el patrón vigente en el país, plantea una serie de problemas sin solución aparente.

La coexistencia de las sedes de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial al lado del gobernante de la ciudad más poblada y que maneja tan extraordinarios recursos humanos y monetarios ya es en sí un problema.

En otra escala, estados como Jalisco y Nuevo León enfrentan situaciones parecidas. La capital de Nuevo León agrupa a casi una docena de los 51 municipios del estado. Se pasa de un municipio a otro sin darse uno cuenta, como sucede en el área connurbada de Guadalajara. Esas zonas, cada una con su propios alcalde, cabildo, policía, tesorería y otras yerbas son libres y soberanos; en su conjunto representan más de 80% de la población del estado. Lo lógico sería que se agruparan en el gran Monterrey o la gran Guadalajara, como hoy en el gran Los Ángeles, en la California gringa. ¿Qué flautas iba a tocar el gobernador de Nuevo León frente a un macroalcalde de ese peso?

El gobernador del nuevo Estado de México (aquí lo geográfica y geopolíticamente lógico sería revertir la historia y devolverle los territorios que se le quitaron a ese estado) iba entonces a adquirir una dimensión gigantesca de proporciones monstruosas.

Nadie ha dicho que el crecimiento de nuestro país, poblacionalmente, ha dejado de ser monstruoso. De esa realidad sin remedio se derivan todos los problemas graves de la capital del país. De seguridad, habitación, transporte, limpieza, escuela, abasto o agua, por citar algunos. Un sistema político acostumbrado a pensar en soluciones en términos que no van más allá de cuatro años del sexenio, jamás podrá resolver el problema a larguísimo plazo de su sobrepoblación.

Así es un sábado, Distrito Federal.

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