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Trasplante de gobernador

Superiberia

 

La institucionalidad nunca ha sido base de la estructura de poder en Michoacán.

Desde los años posteriores a la Revolución Mexicana, los caciques regionales han tenido un peso extraordinario. Los gobernadores que han mantenido en paz al estado son los que han logrado negociar con ellos los términos de la convivencia.

La alternancia del poder —tanto a nivel estatal como federal— a principios de la década pasada, trastocó la delicada forma de tejer acuerdos con esos caciques en Morelia y la Ciudad de México.

De pronto, esas figuras intermedias se quedaron sin sus interlocutores tradicionales. En la Presidencia había un panista, Vicente Fox, y en la gubernatura, un perredista, Lázaro Cárdenas Batel.

Los gobernantes priistas con los que los caciques se habían arreglado durante décadas ya no estaban. Los equilibrios que habían mantenido la gobernabilidad estaban rotos. Y desde entonces no han sido sustituidos por nada más.

Michoacán es un caso particular en la formación del Estado posrevolucionario mexicano. Probablemente en ninguna otra entidad del país convivieron proyectos de desarrollo tan encontrados.

Eso condujo a un difícil proceso de negociación de las nuevas reglas del juego de la política en Michoacán y una relación con el centro determinada por poderes regionales que fungían como intermediarios.

Entre éstos era posible encontrar dirigentes agraristas, maestros y caudillos. Había furibundos jacobinos, como en la región de Zacapu, o figuras vinculadas con los cristeros, como en Coalcomán.

Muy pronto los gobernadores e incluso funcionarios federales se dieron cuenta de que era imposible tomar decisiones en el estado sin apoyarse en dichos intermediarios.

Eso implicaba tolerar desde el gobierno la violencia de muchos caciques contra sus competidores. A cambio, las facciones que contaban con la bendición oficial debían responsabilizarse de mantener el orden.

La ruptura de esa forma de entenderse comenzó con los conflictos internos del PRI, a mediados de los años 80, cuando algunos caciques regionales optaron por irse al PRD, y el poder de otros comenzó a ser retado desde adentro.

La sucesión de un panista por otro panista en la Presidencia, en 2006, y de un perredista por otro perredista en la gubernatura, en 2008, no se tradujo en mayor gobernabilidad porque ni en Morelia ni en la Ciudad de México existió mayor esfuerzo para procurar la sustitución de los viejos esquemas de poder por la institucionalidad.

A falta de autoridades con quienes arreglarse, los caciques locales comenzaron a hacerlo con el crimen organizado.

En 2012, el PRI recuperó tanto la gubernatura como la Presidencia de la República. Pero como ocurre generalmente cuando uno se ausenta de un lugar por más de una década, los priistas no reconocieron lo que encontraron, ni los viejos moradores se acomodaron con los retornados.

Durante esos dos sexenios, los gobernadores del país se acostumbraron a vivir sin el yugo del Centro. Pero las peculiaridades de Michoacán no permitían que, como ocurrió en otros estados, los usos y costumbres de la vieja Presidencia imperial se implantaran en la entidad.

Menos aún con un gobernador como Fausto Vallejo, quien llegó al poder mediante una elección cuestionada y, como se sabría después, con una salud quebrantada.

Ayer, Vallejo dio a conocer que dejaba definitivamente la gubernatura, que ejerció de forma interrumpida, pues se ausentó de ella durante varios meses para someterse a un trasplante de hígado.

En diferentes ocasiones, Vallejo negó la gravedad de su enfermedad. Llegó a decir que una hernia y un padecimiento de tos lo habían obligado a dejar sus actividades, cuando su apariencia evidenciaba otro tipo de mal.

Desde su regreso al Palacio de Gobierno de Morelia, en octubre pasado, Vallejo mostró una incapacidad completa de hacer frente a la inseguridad. La oposición política exigía que esto se subsanara mediante la desaparición de poderes, cosa que el PRI no aceptó.

A principios de este año, Vallejo fue virtualmente sustituido en sus funciones por un enviado del gobierno federal, el comisionado para la Seguridad y el Desarrollo Integral de Michoacán, Alfredo Castillo Cervantes. Fue una desaparición de Poderes de facto.

La relativa pacificación del estado que ha ocurrido de enero a la fecha evidencia que el gobernador era incapaz de tomar al toro por los cuernos.

Peor aún, la detención de Jesús Reyna García, quien era su secretario de Gobierno y lo había sustituido en la gubernatura entre abril y octubre de 2013, muestra que, en el mejor de los casos, encabezó un gobierno infiltrado por el crimen.

Pero también existe la posibilidad de que él mismo haya tenido una gran cercanía con el cártel de Los Caballeros Templarios, de ser ciertas las versiones de que su hijo tuvo al menos un encuentro con el líder de ese grupo delincuencial, Servando Gómez Martínez, La Tuta.

La licencia definitiva solicitada por Vallejo —la primera de su tipo en Michoacán en 22 años— obedece, más que a su salud, a la necesidad del estado de hacerse un trasplante de gobernador.

Sin embargo, el procedimiento servirá de poco en un estado que está urgido de una cirugía mayor: una que lo dote de institucionalidad y haga a un lado las viejas relaciones del poder constituido con los poderes fácticos representados por los caciques.

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