México es el país de las malas sorpresas. Malas, no sólo por su contenido en sí, a pesar de lo frecuente que es encontrarlas en la prensa: un autobús que arde con sus pasajeros adentro, una fábrica de petardos que estalla en un instante, un fenómeno natural que parece ensañarse con una población en específico. Las malas sorpresas lo son, además, porque en su mayor parte pudieron ser evitadas simplemente haciendo las cosas bien.
Los ejemplos abundan. Sin ir más lejos, se conmemoran 22 años de una tragedia que enlutó a la ciudad de Guadalajara. Un evento que marcó en buen sentido la vida de quienes lo presenciamos de cerca y que esperaríamos que hubiera sido fuente de normas más estrictas para el manejo de hidrocarburos en las inmediaciones de las zonas urbanas. Previsiones que, como las explicaciones convincentes sobre los hechos del 22 de abril, o la presentación y deslinde de responsabilidades de los funcionarios implicados, simplemente no llegaron nunca.
Las previsiones, de hecho, deberían de haber llegado desde finales de 1984. La tragedia de la calle de Gante podría haber sido evitada si, tras lo ocurrido en San Juan Ixhuatepec, las regulaciones de Pemex hubieran estado al día con las mejores prácticas a nivel internacional, y las inspecciones necesarias se hubieran realizado de forma metódica y profesional. Esto no sucedió así y, al medio millar de muertos recogidos por cifras oficiales —las extraoficiales han llegado a mencionar más de dos mil—, se suman más de 200 en Jalisco. Los accidentes han seguido ocurriendo en Pemex y, en 1998, el choque de dos helicópteros en Campeche dejó un saldo de otros 22 fallecimientos. En octubre de 2006, el tanquero Quetzalcóatl, en Pajaritos, dejó un daño ambiental considerable y otros ocho decesos; en 2007, dos plataformas marinas chocaron, dejando otros dos muertos y fugas de crudo sumamente nocivas al medio ambiente; a finales de 2011, otra fuga, explosión e incendio devastaron San Martín Texmelucan, con saldo de decenas de muertos, similar a lo ocurrido en septiembre de 2012 cerca de Reynosa. Accidente tras accidente, como el que ocurrió también en la sede corporativa de la empresa que muchos cuestionan todavía que deba admitir participación de capitales privados en sus operaciones. La mala operación, los bajos estándares de calidad, la corrupción que campea a sus anchas desde los niveles más altos a los más humildes, ¿en realidad hay alguna sorpresa en que ocurran estos sucesos?
O, por otro lado, ¿alguien puede llamarse verdaderamente sorprendido al ver lo que ocurrió en septiembre pasado en la llamada Autopista del Sol? Efectivamente, el fenómeno natural que se cimbró sobre las costas del Pacífico tuvo un impacto mayor al considerado, pero, al ver el trazo de la carretera, las condiciones del terreno, los deslaves constantes, la mala calidad en general de la obra, el desastre estaba esperando a pasar. Y lo está, todavía, en cuanto la naturaleza desborde de nuevo la poca honestidad de nuestros funcionarios. Y, con los cambios climáticos y las meras lluvias —que ni siquiera huracanes— supuestamente atípicas que se suceden con recurrencia cada vez más estable, podemos esperar que uno de nuestros mayores destinos turísticos quede nuevamente incomunicado. Se han gastado miles de millones de pesos en atender el desastre, ¿cuántos en prevenir los futuros?
Lo mismo con las inundaciones en la Ciudad de México. Vaya, si consideramos que la ciudad está asentada en lo que fuera un lago; que los ríos que naturalmente cumplen con la función de recoger y expulsar el agua han sido entubados y sustituidos por supuestas vías rápidas; que el sistema de recogida de basura es deficiente y no está al alcance de todos y, sobre todo, que tiene más de 500 años en un sistema corrupto y en el que la obra pública se proyecta pensando tan sólo en los años que falten para la siguiente elección, como el adefesio que ahora se yergue sobre nuestro antiguo anillo periférico —y que por cierto también se inunda puntualmente—, la mala sorpresa cuando algo suceda debería ser menor. Pero, si sabemos todo esto de antemano, ¿por qué no estamos haciendo nada?
Igual en las tragedias que hemos aprendido, tristemente, a escuchar en cada periodo vacacional. El autobús que choca por exceso de velocidad; el que resulta incendiado y se convierte en tumba de sus ocupantes; el tráiler de doble caja que se queda sin frenos. Cada diciembre, cada Semana Santa, cada 15 de septiembre es lo mismo. Muchos lamentos, muchas “enérgicas condenas” en el pasado, muchos operativos en los que los agentes de tránsito salen de su casa con la sonrisa en la boca y regresan con la cartera llena. ¿Qué tan difícil es imponer nueva regulación que prevenga esto de pasar de nuevo? ¿Por qué el gusto por las malas sorpresas?
La mala sorpresa más reciente es la del alcalde de Apatzingán, misma que no es, en realidad, ninguna sorpresa: todos conocemos casos de corrupción en nuestras autoridades: desde inspectores municipales hasta secretarios de juzgado, ediles, alcaldes, delegados, gobernadores, secretarios de Estado e incluso niveles más altos y sus familias, sobre todo en administraciones pasadas. Cuando salgan a la luz nos llamaremos sorprendidos y nos rasgaremos las vestiduras denunciando en redes sociales lo que ya conocíamos: lamentablemente esto es mucho más cómodo que comprometernos y hacer lo correcto. Total, algún día despertaremos, como siempre, con el radio y su vendaval de malas noticias, pensando más en una segunda intención de los comunicadores que en nuestra propia responsabilidad. Y, así, todo podría seguir siendo culpa de Carmen Aristegui. O de Beteta, o de Ciro, o de Sarmiento o de Rocha. O de cualquier otro.