POR: Alfonso Villalva P. A.
Así. Casual. Aunque no fumes o, si fumas, mejor. Por un cigarrito. Pueril, mundano y ominoso. De tabaco rubio. Sabroso. Un pitillo cuyo vientre esté repleto de monóxido de carbono y toda la parafernalia de gases que se tornan en semillas de males indescifrables para quien lo fuma, para los del derredor. Que digo un cigarrito, un puñado de ellos. Así. Casual. Qué estarías dispuesto a hacer por uno. Ahorita, más tarde, por la madrugada, da igual.
Yo no sé si tú fumas o no, pero para el caso que ocupa hoy a esta columna, es absolutamente irrelevante. Por más que me digas que tasas un valor tangible o intangible en ese cigarrito después de la comida, o el glorioso golpe –jalón de humo- después de un vuelo transcontinental de quince horas, o el proverbial, el de rigor después de lo que ya sabes… -pues hasta en las películas se disfruta, aparentemente en pareja, y entre menos ropa se porte, es mejor-.
Por más que me lo digas, la verdad, resulta irrelevante. Es decir, un cigarro o paquete de cigarros -que da igual-, es una chuchería, una nimiedad, un artículo cuya representación de valor material es algo que no ocupa ni marginalmente nuestras más frívolas conversaciones. Así.
Precisamente, la ausencia total de valor del cigarro es la que representa probablemente uno de los lados más oscuros y siniestros de este ser humano del Siglo XXI que hemos construido o desarticulado, que en pleno estallido de la era de la información, en pleno momento de los romances cibernéticos y del aleccionamiento religioso vía red social, nos revela –o nos recuerda-, conforme al testimonio escalofriante del Médico David Nott, la gravísima y profundísima crisis en la que se ve envuelta la humanidad. Sí, tú y yo incluidos.
El desquiciante relato de Nott se circunscribe a Siria –en un sitio no identificado por razones de seguridad-. Pero se vuelve universal. Sí, más allá de aquella tradición milenaria del Imperio Ebla, de su accesión a Babilonia, su relación cercana con Egipto o las glorias Persas. Probablemente con mucha familiaridad en esencia con cualquiera de nuestros barrios, calles y avenidas.
Nott. El Doctor Nott, un voluntario cirujano de emergencias que por más de 20 años se ha incorporado a zonas de guerra para prestar lo que los cercos militares, sean del bando que sean, niegan a las víctimas civiles de la refriega. Su experiencia incluye Bosnia, Libia, Chad, Sudán y la República Democrática del Congo. Nott lo describía con precisión a The Times (Londres) no hace mucho tiempo: él, junto con sus colegas, igualmente altruistas y temerarios, comenzaron a notar un patrón escalofriante en los casos que atendían de las mujeres y los niños que eran tiroteados mientras cruzaban a diario la línea de fuego en busca de alimento y abastecimientos.
Un día –relata-, eran disparos en el área genital, al día siguiente sólo se presentaban casos de disparos en el pecho, luego, sólo en el cuello. Todos los casos del mismo día presentaban disparos exactamente en la misma zona corporal. El caso más escalofriante fue cuando comenzaron a recibir solamente mujeres embarazadas, con disparos directamente al útero, y balas alojadas en el cráneo del feto.
Dicen que eran mercenarios provenientes de China y Azerbaiján, trabajando para el régimen Assad. Nunca fue confirmado. Daba igual. Lo único de lo que todos se impusieron con certeza es que durante los tiempos muertos de la batalla, mercenarios o soldados se enfrascaban en un juego perverso de tiro al blanco humano cuyo premio era, precisamente, un puñado de cigarrillos.
Nott dice que el horror fue mayúsculo. Él sabe de sobra que es frecuente la desgracia de que civiles perezcan en el fuego cruzado, pero que en 20 años de voluntariado nunca había sido testigo de algo tan atroz. “Eran asesinatos deliberados, por diversión”. Nott lo describe como “el infierno después del infierno”.
Cuando en un juego de azar un grupo de hombres toma de tiro al blanco cualquier ser humano, pero en particular úteros de mujeres embarazadas, por aburrimiento y a cambio de un maldito cigarro, me parece que ya es la alarma máxima de que las cosas deben de cambiar, de que nuestras actitudes, acciones y prioridades colectivas, han errado dramáticamente y nos han convertido en un basilisco que vertiginosamente se aproxima al vacío.
¿Por qué un ser humano mata a otro? Explicaciones las hay en la ciencia, sesudas, eruditas. Pero existen las otras explicaciones cuando llegamos a tan atroz realidad que además se presenta por doquier, las que tienen que ver con la descomposición social, la corrupción -¡la corrupción señoras y señores!-, la indolencia, el individualismo materialista que ignora la naturaleza humana a cambio de un Mini Cooper o Mustang descapotable, un iPad, un crucero por el Caribe o una cuenta bancaria abultada.
Los reportes cuantifican cien mil muertos en Siria, al menos durante los últimos años. Hay reportes que calculan ciento veinte mil muertos en México en el sexenio de Calderón. Y qué decir de otras latitudes y los que van en este alarmante e indolente sexenio mexicano sin control, rebasado y sin aparente posibilidad de recomposición. ¿Y las desapariciones forzadas: Guerrero, Veracruz, Tamaulipas, Chiapas, en fin? ¿Y Nigeria? ¿Honduras? ¿Europa? ¿América? ¿Y los huérfanos de esas muertes?
Parece que el aniquilamiento humano se ha trivializado de tal forma que entra y sale de nuestra visión con la misma facilidad con la que captamos las frases vacías y desesperadas en las redes sociales, los chistes burlones de la condición de los demás, la publicidad electrónica o la silicona infame que se presenta ostentosa en el horario estelar de la pantalla chica. La frivolidad y el dinero mal habido como divisa del nuevo concepto de felicidad.
Cuando un cigarro vil y de tabaco rubio tiene igual valor, o más, que un crío formándose en las entrañas de su madre, me parece que es momento de detenerse, respirar profundo y reconocer eso, que ya no tenemos madre, y urgentemente cambiar. La decisión es sólo nuestra, las consecuencias también para los que se salven de la metralla y vengan a poblar estas tierras en los años por venir.
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