Ni modo, así como aquí he expresado que no profeso determinada religión, debo ahora admitir que tampoco sé ni entiendo nada de futbol, como decía Shakira en su canción. Pero eso no significa que no encuentre un lugar dentro de la parafernalia que rodea a los juegos de la Selección Nacional. Es contagioso. Ayer, cuando el partido de México vs. Camerún me agarró en un restaurante cerca de la oficina, observé que no hubo una sola persona que no celebrara el gol o que no lamentara la anulación de los primeros dos. Y no todos se encontraban ahí con la finalidad de ver el juego, según lo dijeron sus miradas que se resistían a dirigirse hacia la pantalla de la televisión.
“Todo cuanto sé con certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, al futbol se lo debo…”, expresó alguna vez Albert Camus. Para quienes crean que ésta fue una oración dicha con preciso sentido irónico, deberán saber que en los años 30, él —Camus— fue portero siendo adolescente, formó parte del equipo Racing Universitario de Argelia. Con este dato, aquella frase se contextualiza correctamente. No era una ironía o una elegante protesta de uno de los novelistas más celebrados del siglo pasado. Sino una verdadera metáfora que va sobre lo que se escribe en estos días de Mundial.
“Entretenimiento masivo, distractor popular, fiesta colectiva, deporte de multitudes, opio del pueblo, señal de identidad…”, así presenta Ciro Murayama su libro La economía del futbol (Ed. Cal y Arena, 2014). Aquí se nos explica las repercusiones de eventos como el que se vive ahora en Brasil. Sus contextos en todos los niveles de la economía: empresas, equipos, consumidores y hasta quiénes de manera informal realizan actividades económicas a partir de ello. Ayer, justo al salir de la oficina, a eso de las seis de la tarde, en el cruce de Thiers con Circuito Interior se mantenían vendedores de playeras, banderas y objetos alusivos a la Selección Nacional.
En otro sentido, está también la influencia que tiene nivel político y social. Y no hablo de lo que aquí se ha entendido en un falso debate, como ya lo hemos dicho, sino el futbol como herramienta para desdibujar divisiones sociales o provocarlas. El mismo país anfitrión de este Mundial, Brasil, ha utilizado a su selección como vehículo para dar un mensaje contra el racismo y la segregación social. Franco Bavoni Escobedo, en su libro Los juegos del hombre (Ed. Cal y Arena, 2014), expone también estos temas utilizando los ejemplos de tres países tradicionalmente futboleros: la extinta Yugoslavia, Irlanda del Norte e Israel. En él ofrece respuestas que van más allá de una simple pasión deportiva con respecto a rivalidades entre equipos como el Celtic y Rangers o el porqué la prensa judía celebra triunfos de equipos árabes: “Dado que el futbol es una actividad neutra, los distintos actores utilizan las emociones que aparecen en los estadios para promover sus intereses y valores…”.
Parecería a veces innecesaria la teorización que se hace respecto al futbol —y otros tantos eventos que captan demasiada atención—, pero es cierto también que se requieren porque todo esto forma parte de todas las sociedades y sus ciudadanos. Es un gol, sí, pero también toda una industria político y social, así como la privada, las que tienen efectos con cada minuto de juego. Y sucede con el futbol, como con cualquier otro deporte, con la entrega del Oscar y hasta con el Nobel.
Al final, hoy en día, en acto de humildad, quiero asegurar que todos estos eventos masivos serán los pocos que conserven el necesarísimo poder de pegamento social: y en una era en la que la violencia pareciera “la gran soberana del mundo” los seres humanos estamos urgidos de motivos que nos hagan celebrar el bien, la alegría, la esperanza. Motivos que nos inviten a darnos un abrazo. Así sea tan sólo para celebrar un gol.