A Laura Taméz, líder de 80’s
Sé que me subestimas. Está claro. No tengo otro sentido de valor para ti distinto a un miserable voto; a una insignificante boleta electoral que cruce tu nombre el día de la elección. Es cierto, me subestimas y solamente me reconoces utilidad –incluso existencia-, precisamente en estas condiciones; exclusivamente, para estos propósitos.
Me restregas en el hocico lo que todos: las frases huecas de la democracia, tu falsa convicción de la pluralidad y del consenso –créeme, yo también sé del gusto por el poder-, la simplificación absurda de un supuesto programa de Gobierno que señala los grandes temas del País, que no es otra cosa que el revoltijo de lo que todos han dicho, trasminado por el tamiz peyorativo de tu convicción de mi incapacidad para comprender y tu inocultable ignorancia de las raíces y los pormenores de cada tema.
De verdad crees que somos tan insignificantes como para asumir que una despensa en cada gira de trabajo nos va a brindar bienestar. En verdad crees que somos tan ignorantes que no entendemos los retos de la nación, que no entendemos que hemos sido marginados del destino nacional simplemente porque vivimos en el campo, en la montaña, en la costa olvidada; porque tenemos la piel morena, la pata rajada; porque la mayoría de nuestras palabras las expresamos en una lengua incomprensible para ti.
El pecado mayúsculo de la soberbia lo han cometido todos los que como tú nos han utilizado como fuerza bruta de trabajo, como bueyes para arar. Todos esos que han pasado por aquí, desde tiempos inmemoriales, enfundados en trajes y corbatas brillantes, con zapatos de charol y relojes dorados que pretenden ocultar su origen, miserable también.
Todos los que embozados detrás de una máscara o encubiertos bajo una sotana; todos los que han considerado que tienen el derecho de mandar en nuestras tierras, de talar nuestros bosques, de exterminar a nuestras especies, de profanar las tumbas de nuestros abuelos y fornicar a nuestras hijas y hermanas en el nombre de la libertad, el progreso, la democracia, o un dios que parece muy ajeno a nuestra miseria; todos los que altaneros se han arrogado el derecho de mandar en nuestras casas y familias, en nuestros corazones y en nuestro espíritu de libertad.
Así han llegado todos, y abusando de nuestra extrema marginación, de nuestra hambre voraz, de nuestras carencias de salud, de nuestra distancia a su cultura occidental, nos han impuesto la adoración a personajes ajenos a nuestras convicciones, a nuestros antepasados y a nuestras vocaciones; nos han asignado vergüenzas que no nos corresponden, nos han arrebatado la candidez y la inocencia; nos han vestido con los colores de sus organizaciones de las que se sirven para enriquecerse, para acaparar, para abastecer sus vanidades y las apetencias de los grupos en lo que se encierran allá, en la gran capital.
Han arrasado con nuestra dignidad y con todo. Nos han hecho llorar de rabia ante el ridículo de insertarnos en su modelo turístico multicolor, llevándose a nuestros abuelos a bailar para el deleite de un puñado de gringos ignorantes y groseros, con la afrenta a nuestra cultura milenaria, a nuestros valores. Nos han hecho acercarnos a los monstruos del averno con todo y nuestra disentería, nuestra amibiasis que aún nos mata por estas tierras, con nuestra agua sin purificar y nuestros excrementos al aire libre.
Como tú, lo han hecho siempre los de tu clase. Nos han subestimado, al menos desde que yo tengo memoria –que no uso de razón, que sería el cliché que seguramente usarías en algún discurso pueblerino de campaña confeccionado por alguien más-.
No te culpo, estás tan distante… Mira bien, yo comprendo con mucha mayor profundidad a los de tu condición; aún con buena fe, aún con intenciones resguardadas de la malicia y el egoísmo que te ha llevado hasta el sitio en el que te encuentras, y que te llevará, indefectiblemente, hasta la mayor de tus aspiraciones: cruzarte al pecho una banda tricolor que, para colmo, probablemente confeccionará uno de los nuestros para que quede muy clara tu forma de incluir a los demás en tu modelo de gobierno centrado en un puñado de hombres y mujeres que como tú, a nosotros nos subestiman.
Y es sencillo para mí porque desde la miseria es muy fácil generar la paciencia que requiere la observación profunda. Desde la resignación al fracaso es más fácil perdonar, tolerar y comprender que uno no será parte de los planes de los demás. Es muy fácil en fin, saber que nosotros si tenemos el destino inalterable.
Mi mirada es oscura, negra, quizá, y probablemente hasta enigmática dentro de ese contexto raro que generan mis facciones carbonizadas, mis cejas escasas pero erizadas, mi frente gacha, mis pelos negros de indio, tan desagradables en tu mundo cool. Mi mirada es así, aterradora por las deudas históricas que representa a cargo de hombres blancos como tú; mi mirada es aterradora porque sentimos pavor de seguir hundiéndonos en el fango de la indiferencia.
Quiero que te fijes muy bien en ella –en mi mirada-, quiero que te atrevas a sostenerla a todos mis hermanos que kilómetro a kilómetro convertirás en una simple boleta electoral. Quiero que la recuerdes precisamente en esas noches de insomnio que seguramente te sorprenderán cuando seas Gobernador o Diputado y te atrevas a sostenerla así, con un par, con dignidad; quiero ver si es posible, después de sostenerla, que nos vuelvas a subestimar.
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