Por: Catón / columnista
El candidato le preguntó a su jefe de campaña: “¿Qué te pareció mi discurso?”. “¡Fantástico! ¡Estupendo! ¡Formidable! –exultó el otro-. ¡Jamás habías estado tan ambiguo!”. Se atribuye a Fiorello La Guardia, alcalde que fue –queridísimo- de Nueva York durante los años de la Segunda Guerra, una chispeante anécdota según la cual, en el curso de una reunión con inmigrantes irlandeses, que son famosos bebedores, una señora de la Liga de la Temperancia le preguntó su opinión acerca del alcohol. Respondió él: “Si habla usted del espíritu benévolo que alegra el corazón del hombre, le aligera él ánimo y le sirve de consuelo en la tristeza, estoy a favor. Pero si se refiere a la diabólico bebida que embrutece a quienes la consumen, provoca su desgracia y la de su familia y acarrea a la sociedad males terribles, estoy absolutamente en contra”. El mensaje que Ricardo Monreal difundió después de su encuentro casi clandestino con López Obrador es ejemplo cabal de ambigüedad, vale decir de imprecisión, evasión, indecisión, confusión e indeterminación. Tres veces he escuchado su discurso por ineludible obligación profesional, y no acabo todavía de entenderlo. No es que me falte capacidad de comprensión (entendí “El capital” de Marx, el Poema de Parménides y “El ser y el tiempo” de Heidegger); lo que sucede es que Monreal se las arregló para no decir nada en muchas palabras. Nada dijo de aquello que a la gente le interesa saber acerca de él. ¿Piensa bien o mal de López Obrador? Quién sabe. ¿Regresará a Morena, o su salida del partido de AMLO es definitiva? Quién sabe. ¿Seguirá hasta el final de su mandato –y no “por lo pronto”- al frente de la delegación Cuauhtémoc, o buscará la jefatura de gobierno de la CDMX? Quién sabe. Esa opacidad y sus imprecisiones en nada ayudarán a Monreal. No sea el zacatecano como aquél tipo que decía: “Soy hombre de una sola palabra: rájome”… Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, tenía oído de tísico, como antes se decía. Era capaz de oír el paso de una hormiga a 100 metros de distancia. Alguien le preguntó a qué debía esa extraordinaria facultad. Contestaba: “La adquirí en mis aventuras con mujeres casadas. Ahí aprendí afinar la oreja para oír cuando el marido llegaba y saltar por la ventana”… Un hombre fue a trabajar en un aserradero en la montaña. El pueblo más cercano estaba a 100 millas de distancia, y no había mujeres en el campamente. Cuando lo acometieron las urgencias de la carne les preguntó a los leñadores qué hacían para atender ese llamado de la naturaleza, tomando en cuenta la falta de representantes del sexo femenino y la lejanía de las poblaciones. Además, les dijo, por su edad y condición –era sobrestante del aserradero- no podía recurrir al solitario recurso que se designa con eufemismos tales como zarandear a Kojak, ajustar la antena, sacudir al cíclope, disfrutar un menage à moi, hacer por propia mano un retiro de efectivo, desafiar a los predicadores, ayudar al desempleado, cooperar para que los optometristas tengan chamba, etcétera. Un leñador le dijo: “En esos casos recurrimos al cocinero Velisnolis”. “¡Ah no! –exclamó el sobrestante-. Hasta la fecha me he mantenido firme en la heterosexualidad, y no voy ahora a batear en la otra novena”. Pasaron las semanas, sin embargo, y llegó el día en que el hombre no pudo ya contener sus rijos de libídine. Les pidió entonces a los leñadores que lo llevaran con el cocinero. Le preguntó uno: “¿Tiene usted 2 mil 200 pesos?”. “¡2 mil 200 pesos! –se sorprendió el otro-. ¿Tanto así cuesta estar con Velisnolis?”. “Sí –confirmó el otro-. 500 pesos para cada uno de los que lo detienen, y 200 para consolarlo”… FIN.