Por: Gilberto Nieto Aguilar / columnista
La conciencia y el cerebro siguen siendo el gran misterio de la Humanidad.
A. Einstein
Dijimos en la entrega anterior que el médico inglés Thomas Willis fue el primero en advertir un modo totalmente nuevo de pensar sobre la naturaleza humana, cambiando el centro de la vida emotiva y reflexiva del corazón hacia el cerebro, al afirmar que la memoria, la capacidad de aprendizaje y los sentimientos eran en realidad producto de los “átomos” del cerebro, de la química que allí se producía.
Descartes con su frase “hay un alma que razona en cada cerebro” sufrió el acoso de la Iglesia y Hobbes fue perseguido por los obispos de Inglaterra al declarar que la mente no era más que materia en movimiento. Willis no tuvo este problema. Devoto de la fe cristiana, tuvo la precaución de dejar un espacio para la noción cristiana del alma. Además, otro acierto que tuvo fue sospechar que los seres humanos contamos con un cerebro “añadido”; es decir, que estudiando el cerebro de los peces, los monos y otros animales para establecer diferencias y semejanzas, concluyó que en la evolución heredamos el cerebro de los reptiles integrado en un cerebro mayor.
Aunque Willis no lo sabía, sus teorías prefiguran un pensamiento evolucionista, adelantándose doscientos años a Darwin y trescientos a las ideas de la genética y la farmacología, tan en boga en nuestro tiempo. En la búsqueda del alma, René Descartes imaginó una estructura que llamaba “red extensa” -la materia– y, simultáneamente, una organización que bien podría llamarse conciencia, alma o pensamiento. Estudió cómo la materia interactuaba con el alma y viceversa, determinando que en la glándula pineal se producía la interconexión.
En el Siglo XVII, Willis, Descartes y muchos otros anatomistas y científicos centraron el lugar del alma, la convirtieron en carne, en materia. Desde entonces a nuestros días los conceptos de “mente”, “cerebro” y “alma” han cambiado mucho por los avances anatómicos, neurológicos y fisiológicos con la ayuda de la tecnología. Reconocemos el esfuerzo de los pioneros al recordar que en aquella época no había métodos de localización cerebral -estimulación eléctrica o magnética– y todo lo que se hacía era postular hipótesis derivadas de la observación y la reflexión.
Las consecuencias de los procesos físico-químicos del cerebro son las emociones, la memoria, la imaginación, los razonamientos, las ideas. Una idea recurrente entre los seres humanos -dice Punset en “El alma está en el cerebro”- es la suposición de que algo pueda mantenerse después de la muerte. Se admite el carácter ineludible de la muerte, pero no se acepta que todo concluya ahí. Por ello es que se cuestiona si el yo también es cerebral, también es material químico que puede desaparecer con el cerebro, o del cerebro.
Carl Zimmer, citado por Punset, admite que: “Cuando observamos a alguien que padece la enfermedad de Alzheimer u otro tipo de daño cerebral, realmente puede verse cómo el yo de esa persona desaparece, se destruye paulatinamente a medida que el cerebro se va destruyendo. Observando ese proceso, no se puede pensar que el yo se vaya a otro lugar, como a través de una puerta”.
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