“Gobernar es elegir”, dijo el presidente estadunidense John F. Kennedy, cuyo asesinato, hace medio siglo, será recordado esta semana.
Es imposible quedar bien con todos los gobernados. El gobernante que lo intenta suele quedar mal con todos o pasar a la historia como alguien anodino cuyas políticas no marcaron diferencia alguna.
Como agregó aquella vez Kennedy —en la celebración del 4 de julio de 1962, en Filadelfia—, los políticos no tienen el lujo de la irresolución.
Por supuesto, no es sabio confundir la resolución con la testarudez o el capricho, pero hay ocasiones en que los hechos obligan a tomar decisiones. Y ahí es cuando el político mal haría en buscar consejo o tratar de crear consenso o preocuparse excesivamente por el daño que la decisión producirá a su imagen.
Que no quepa duda: gobernar es tomar decisiones difíciles.
Con suerte, el gobernante logra que su decisión aborde mejor todas las cuestiones fundamentales de un problema, al tiempo que logra compensar a quienes serán afectados por ella.
Por supuesto, si ha enmarcado bien el problema desde el principio, incluido a las personas adecuadas en el proceso y analizado los desafíos de una manera detallada, las posibilidades de que aquello ocurra son mucho más probables.
Pero ni siquiera eso lo pone a salvo de riesgos. El político toma la decisión porque es lo que debe hacer.
A menudo esto no se entiende en México. La clase política mexicana está integrada primordialmente por hombres y mujeres preocupados por el ascenso de su carrera y no por el servicio público ni por la voluntad de imprimir en la sociedad un modo distinto y mejor de hacer las cosas.
Por lo mismo, lo más seguro es que quienes actúan así pasen por la historia sin dejar huella.
Desde luego que competir por un cargo de elección no es lo mismo que gobernar. Una y otra actividades entrañan distintos comportamientos. Las campañas electorales apelan a la emoción; la acción de gobierno busca incidir en la esperanza.
Una vez en el gobierno, la única manera de generar esperanza es tomar decisiones y argumentar por qué se toman.
En días recientes hemos visto al Presidente de la República y al jefe de Gobierno del Distrito Federal plantear problemas concretos a sus gobernados.
Me parece que Enrique Peña Nieto tiene bien diagnosticado el panorama energético que vive el país. Sabe que México no está solo en el mundo; que el mercado no funciona como hace 75 años, y que la ventana de oportunidad para que seamos competitivos y autosuficientes en materia energética no estará abierta por mucho tiempo más.
Por otro lado, pienso que Miguel Ángel Mancera ha sido lo suficientemente audaz y honesto para salir a decir que el Metro no puede seguir actuando con el subsidio que tiene, que eso somete a una enorme presión a los trabajadores para prestar el servicio, al tiempo que los expone a ellos y a los pasajeros al peligro de sufrir, algún día, un accidente grave.
Sin embargo, no percibo ni a uno ni a otro completamente resueltos a adoptar y defender sendas decisiones que, a mi juicio, se toman solas porque no hay alternativa viable.
Es evidente que México no puede seguir con el actual esquema de funcionamiento de Pemex, pues provoca ineficiencias y pérdidas. El año pasado fue el octavo consecutivo en que cae la producción petrolera del país, por ejemplo.
Y es obvio que el subsidio al Metro es ya insostenible. En el último lustro, de acuerdo con datos oficiales, el subsidio de 71.5% del costo real del boleto significó que dejaron de ingresar en las arcas capitalinas casi 11 mil millones de pesos.
Tanto Peña Nieto como Mancera están intentando que la decisión que saben que deben tomar esté lo más apuntalada posible por la oposición. Pero el papel de la oposición es oponerse, mientras que el del gobernante es liderar.
Por supuesto, es mucho más complejo políticamente cambiar el marco legal de la industria petrolera que subir el precio del boleto del Metro (no sé en términos de opinión pública). Pero percibo que ambos políticos enfrentan sus respectivos temas dando señales de irresolución.
La misma irresolución que han mostrado, por cierto, en el tema de las protestas de un grupo minoritario del magisterio, que ha podido dejar sin clases a cientos de miles de niños y afectar la vida de los capitalinos, sin que parezca que algún día vaya a pagar las consecuencias legales de sus actos.