El presidente Peña Nieto, en la conversación con periodistas por el aniversario del Fondo de Cultura Económica, asentó su creencia de que la corrupción es, antes que nada, un asunto cultural. El Presidente dejó ir la oportunidad de poner en la agenda propuestas que había hecho durante su campaña.
Concedo. La corrupción es un asunto cultural; pero sólo en segundo término. Los ejes principales de la corrupción son el poder político y el económico. Sólo quien tiene poder para coaccionar o solventar ejerce la corrupción. Lo más grave es que en México, la corrupción goza de buena salud y prosapia histórica. Es más, se ha institucionalizado.
Si bien la corrupción era palmaria desde los tiempos de la Colonia, sólo era privilegio de los poderosos, de quienes ejercían el gobierno y el sacerdocio en la Iglesia católica. Los demás, los descendientes de los pueblos originarios y las clases bajas, eran sujetos de expoliación. Cuestión que no varió con la Independencia, aunque bastantes liberales dieran ejemplo de congruencia moral y política a lo largo del siglo XIX. Con el régimen de la Revolución Mexicana la corrupción se institucionalizó, adquirió su forma cultural perversa: la tradición patrimonialista novohispana —que tan bien analiza Octavio Paz— se maridó con el naciente corporativismo.
En su obra La ideología de la Revolución Mexicana, Arnaldo Córdova desmenuzó los elementos que gestaron al corporativismo mexicano. La Revolución hecha gobierno creó instituciones que hicieron viable al Estado; durante los mandos de Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas, pasando por el maximato del primero, se consolidó un régimen legal, un sistema de normas compartidas y reglas del juego político. El Presidente en la cúspide del poder como dador de gracias y arbitro de los conflictos entre las clases sociales y los mismos grupos revolucionarios.
No obstante, el Presidente tejía alianzas con diversos grupos otorgándoles parcelas de poder y medios para que sus líderes se hicieran ricos. El Estatuto para los Trabajadores al Servicio del Estado, de 1936, asentó la construcción del corporativismo e institucionalizó la corrupción. Con ese precepto, el Estado concedió el monopolio de la representación laboral a los dirigentes que el mismo Presidente designaba y el control de la mitad de las plazas del sector público. La corporativización de obreros y campesinos se realizó como tarea del Partido de la Revolución Mexicana, hoy PRI.
A cambio de lealtad, el Presidente otorgaba puestos de representación política —por la vía del partido oficial— y cargos administrativos a los dirigentes de los sindicatos. Por ello todas las juntas de conciliación y arbitraje fueron (todavía lo son) posiciones de la CTM. La “unificación del magisterio” fue hasta mediados de los años 40.
El SNTE es un magnífico ejemplo de la corrupción institucionalizada. El presidente Ávila Camacho otorgó posiciones políticas y administrativas a los primeros líderes del sindicato; la más importante: la dirección de las escuelas. Mas ni él ni sus sucesores se percataron de que otorgando dispensas a los caciques creaban una criatura con vida e intereses propios, como le pasó al doctor Frankestein. Pronto, los dirigentes no se conformaron con esos puestos y fueron por más: las inspecciones de zona, las jefaturas de sector; y el gobierno central y los estatales les concedían privilegios a cambio de fidelidad.
Debido a esa perversión, miles de docentes compraron su plaza; mientras que directores de escuela, supervisores y funcionarios del sistema de educación básica y normal obtuvieron sus puestos por lealtad a los líderes. Con esos instrumentos, los dirigentes sindicales alcanzaron altos grados de autonomía y crecieron su propio poder; hasta que el Presidente en turno se hartó de ellos. Pero la corrupción no se acaba, está en la médula de las instituciones corporativas.
Si el presidente Peña Nieto persiste en su afán de considerar que la corrupción es parte de la cultura, acaso renuncie al mérito que obtuvo con la promulgación de las reformas estructurales. Si no ataca de frente a la corrupción con todo el poder del Estado, él mismo planta los antídotos a sus reformas.