Por: CATÓN / columnista
Mis padres duraron 15 años de novios. Cuando al fin se casaron, en 1936, él tenía 39 años de edad y ella 33. Era el tiempo en que los hombres iban al matrimonio a los 20 años o un poco más, y las mujeres a los 18 o un poco menos.
¿Por qué tardaron tanto en ser esposos? Sucede que mi abuelo enfermó y ya no pudo trabajar. Su hijo mayor, mi padre, le prometió que sacaría adelante a sus hermanos.
La noche del día en que el menor, mi tío Alberto, se recibió de abogado, mi padre fue a pedir la mano de su novia.
Se casaron, y a los nueve meses justos, contados día por día en el almanaque, nació su primer hijo. “¡Qué bárbara! –le decía a mi madre su mamá-. ¡Apenas libraste la honra!”.
Mi hermano mayor se llama Jorge. No se llamaba así mi padre. Su nombre era Mariano. Tenía un hermano, Jorge, y los dos se querían mucho, tanto que de jóvenes hicieron un solemne juramento: cada uno le pondría a su primogénito el nombre del otro.
A doña Liberata le disgustó sobremanera que el hijo mayor de mi padre no se llamara como él, pues sentía por su yerno un gran afecto. Él le aseguró que su siguiente hijo varón se llamaría como él: Mariano. El siguiente hijo varón fui yo. Pero la víspera de mi nacimiento, nerviosa mi mamá por el inminente parto, mi padre la llevó al cine para tranquilizarla.
Se exhibía la película “La dama de las camelias”, con Greta Garbo y Robert Taylor. Y Robert Taylor se llamaba Armando. Salí del cine llamándome así: Armando. Mi mamá reclamó su derecho a escoger el nombre de su segundo hijo, ya que mi padre había escogido el del primero. Jamás había habido un Armando en la familia. Ahora somos tres: mi nieto, mi hijo y yo. Jorge mi hermano nació en 1937.
Era un bebé precioso, según muestran las fotografías. En cambio yo no me parecí nada a Robert Taylor. A los 3 años Jorge enfermó de tos ferina, un mal que entonces era mortal de necesidad.
Mi padre llamó al médico de la familia, el doctor Pascual Amarillas. Después de examinar al niño el sabio galeno llevó aparte a mi papá y le dijo: “Don Mariano: su hijo va a morir. Le quedan dos o tres horas de vida. La única esperanza que tengo de salvarlo es un medicamento nuevo cuyos efectos no conozco porque jamás lo he usado. Quizá la inyección lo matará. Pero el niño de cualquier modo va a morir. Dígame usted qué hago”. Mi padre, angustiado, habló con mi mamá. “¡Que le dé esa medicina!” –clamó ella con desesperación.
El doctor Amarillas le aplicó la inyección a la criatura. Una hora después, contaban mis papás, el niño estaba jugando en el suelo con sus carritos, sin fiebre ya, y sin toser, como si nunca hubiera estado enfermo. Hasta donde se sabe ésa fue la primera vez que en Saltillo se empleó la penicilina.
Al parecer dio buenos resultados: Jorge cumple hoy 80 años. Médico –quizá escogió esa profesión por aquello que le sucedió- ha salvado innumerables vidas a cambio de aquélla que del dueño de las vidas recibió.
Hombre de fe, lucha incansablemente para hacer que el ejercicio de la medicina se humanice. Es autor de libros que dan paz y esperanza a quienes han perdido la salud, y consuelo a los que han visto morir a un ser amado. Cree en la trascendencia, y es dueño de valiosos testimonios que demuestran que la vida no acaba con la muerte.
Hoy nos reuniremos en torno de su mesa. Aún los ausentes estarán presentes. Abrazo con cariño a mi hermano mayor -tan mayor en todo a mí- y le agradezco estos 80 años de vida buena y generosa. Quiera Dios darle muchos más. (Nota: También le doy las gracias a Sir Alexander Fleming, el descubridor de la penicilina)… FIN.