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Plaza de almas.

Superiberia

Por: CATÓN / columnista

“Un amigo es uno mismo en otro cuero”. La frase es de Justino Leiva, gaucho, hombre con mucho saber del que se lleva en la sangre, no en la memoria.

Atahualpa Yupanqui solía citarlo en sus presentaciones. A mí la vida me regaló un amigo de ésos, licenciado. Tuvimos amistad desde muy jóvenes, cuando apenas habíamos dejado de ser niños.

Éramos por completo diferentes: él de condición modesta, yo riquillo; él tirando a moreno, yo muy blanco; él sin lecturas, yo con más de las que convenían a mi edad. Pero nos unieron los mismos gustos: la canción; el vino; el lejano ideal de Dios; la cercana realidad de la mujer…

Todo lo compartíamos, incluso la mujer. Aquellas dos enfermeritas, por ejemplo. Primero una con él y la otra conmigo; después la otra con él y la una conmigo.

O aquellas dos señoras, casadas las dos. Yo le pasé la mía a él y él me pasó la suya a mí. Y luego: “¿Le hiciste esto?”. “¿Te hizo aquello?”.

No me lo tome a mal. Éramos amigos, ya le dije, y eso es ser más que hermanos. Y mire hasta dónde llegamos. O, más bien, hasta dónde llegó él. A su debido tiempo me enamoré.

A todos nos llega ese debido tiempo, incluso cuando no es debido. Ella, una chica de buenas familias.

Los suyos me aceptaron porque yo también lo era, y en aquel entonces las buenas familias se ayudaban unas a otras a que las malas no las contaminaran. Mi novia y yo nos comprometimos con aprobación de sus padres y los míos. Pero yo no renuncié a la vida que llevaba, aquélla de la canción, el vino, etcétera.

Por esos días, y en esos ires y venires, tuve trato  -usted me entiende- con una muchachita de barrio. No era de buenas familias, pero era decente.

Nada tiene que ver una cosa con la otra. Para que se me entregara le di palabra de matrimonio. ¿Usted cree? Ya estaba yo comprometido para casarme, con fecha fija y todo, y aun así me metí con ella. Debo haber estado loco.

Quedó embarazada. Sus padres se enteraron.

Me exigieron que me casara con ella o me harían un escándalo. Y ¿sabe usted lo que hizo mi amigo? Se ofreció a casarse con la muchacha.

Yo no se lo pedí, la idea fue suya, para salvarme del apuro. A su familia lo que le importaba es que la criatura tuviera un apellido, de modo que aceptaron el arreglo. Se casaron en secreto, y meses después me casé yo, con pompa y circunstancia.

Mi mujer y yo nos quedamos a vivir en la ciudad; ellos se fueron a otra parte. Y mire lo que son las cosas, licenciado: a mi amigo le fue muy bien, y a mí muy mal. Su esposa le salió muy buena; lo hizo feliz.

Mi matrimonio, en cambio, fue un desastre. No diré que mi mujer tuvo la culpa. La tuve yo, pues seguí con aquello de la canción, el vino y lo demás. Genio y figura, como dicen. Acabamos por divorciarnos, y cada uno por su lado. Lo único bueno es que no tuvimos hijos.

El amor que pudimos sentir el uno por el otro no alcanzó para eso. No volví a casarme.

Y vea ahora cómo estoy. Mi hijo no es mi hijo, y ni siquiera sé si mi amigo sigue siendo mi amigo, pues jamás me he atrevido a buscarlo. No podría verlo a la cara. Los amigos los debe uno merecer, señor, y yo no lo merecí a él. Ya no hay canciones para mí, ni vino, ni mujeres.

Ya ni siquiera hay Dios. Todo se fue, no me pregunte a dónde. Quizá al olvido. Pero ahí estoy yo, en el olvido, y nunca los he visto. Algo que no me falta es soledad.

De eso sí tengo para dar y prestar. Pero ¿quién quiere que le den o le presten soledad? Bastante tiene cada uno con la suya. Si quiere tome algo de la mía. No se apresure, sin embargo, porque cuando menos lo piense le llegará la parte de soledad que le toca en esta vida. Espérela, quizá no tardará. Ojalá no le llegue tan temprano como me llegó a mí… FIN.

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