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Plaza de almas

Superiberia

 Por: Catón /  columnista

“Acúsome, padre, de haber matado a otro hombre. Sí, soy yo; el Ruco, el profesor de Español en el colegio de las monjas. Ya me reconoció, seguramente por mi voz de viejo, o porque recordó que hace unos meses vine a confesarme con usted cuando maté al primero. Aquella vez -¿se acuerda?- me negó la absolución porque le dije que no estaba arrepentido de mi crimen. ¿Cómo puede uno arrepentirse de haber hecho justicia? Cuando los hombres no la hacen, un hombre debe hacerla. Le dije que aunque no me absolviera seguiría comulgando. Si no lo hacía las monjas se darían cuenta y me quitarían el trabajo. A mi edad no puedo encontrar otro; me moriría de hambre. Seguí comulgando, pues, aunque sabía que al comulgar estaba comiendo mi condenación. Eso no hace ninguna diferencia, padre: de todas maneras ya estoy condenado. Sé bien que ni siquiera en el último instante de mi vida me arrepentiré de mis crímenes. Están abiertas para mí las puertas del infierno. Y lo peor es que creo en él. Pienso, perdóneme que se lo diga, que usted, lo mismo que muchos otros curas, ya no cree en el infierno de las llamas. Nunca habla de él ni del demonio. La religión que predica es color de rosa. La mía, en cambio, es rojo sangre. El Dios en que yo creo cobra venganza de las ofensas que se le hacen. Y creo que me escogió a mí como instrumento para sus venganzas. Soy, disculpe la inmodestia, su ángel exterminador. Y si no, permítame contarle por qué y cómo maté a este otro hombre. Usted conoce a mi compadre Luis y a su señora, mi comadre Rosa. Los dos son gente buena; a nadie nunca han hecho daño. No merecían lo que les sucedió. Un galancete bravucón y presumido sedujo a su hija. Cuando mi compadre le pidió que cumpliera la palabra de matrimonio que le había dado a la Rosita se burló de él; le dijo que si seguía molestándolo le daría con un bate de béisbol hasta dejarlo inútil el resto de su vida. Luego se dedicó a alardear públicamente de lo que le había hecho a la muchacha. Ella y sus padres lloraban en la casa su desgracia. Me dieron tanta pena que por eso hice lo que hice. Y también para que el Miro -usted lo conoció, padre; el hijo de don Edelmiro el de la tienda- no volviera a repetir su hazaña con alguna otra infeliz. Me enteré de que le gustaba mucho la lucha libre. No faltaba a ninguna función. Fui a la de aquel domingo. Nadie me reconoció, pues además de vestir ropa corriente me puse barba y bigote postizos, y anteojos oscuros. Al salir me coloqué atrás de él entre la gente que en montón salía de la arena. En aquella apretura nadie notó que me saqué de la manga el picahielos, y cubriéndome la mano con el sombrero se lo clavé tres, cuatro veces en el lugar del corazón. Ni siquiera pudo voltear a ver quién lo mataba. Se le doblaron las piernas y cayó. Oculté entre mi ropa el picahielos; me escabullí y regresé a mi casa. Claro que nadie pensó en mí como el culpable. ¿El Ruco, ese viejillo de quien sus alumnos hacen chunga, el profesor del colegio de las monjas, un asesino? El tal Miro debía muchas; seguramente alguno de sus enemigos se lo echó. Usted y yo somos los únicos que sabemos quién lo mandó al infierno en nombre de Dios y su justicia. Comulgaré en la misa de mañana, padre, y usted no podrá negarme la hostia, porque eso sería violar el secreto de la confesión. Las cosas seguirán igual: usted confesando y yo confesándome con usted cada semana, aunque no me dé la absolución, para que las monjas vean que me confieso. Además a alguien tengo que contarle lo que he hecho. Y lo que seguiré haciendo, padre, si el Señor me lo manda. Para eso me dio el picahielos… FIN.

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