Al paso que va y por la ruta que sigue, el lopezobradorismo corre el riesgo de transformar la consigna castrista “¡Patria o muerte: venceremos!”, en la divisa “¡Patria o suerte: apostaremos!”
El dirigente de ese movimiento y presidente de la República ha incorporado al rejuego de su circunstancia variables ajenas a su dominio y, en el descontrol, cada vez suma más. En tal situación, el curso y destino de su gestión e, incluso, la posibilidad de legar su posición a quien él desea dependen en una buena medida del azar: ese factor que venera no sin temor, como adversidad y oportunidad. Pese a ello y por los indicios, el mandatario ha resuelto doblar la apuesta, en vez de recalcular sus posibilidades.
Cuenta a su favor, eso sí, con el invaluable e involuntario apoyo del bloque opositor. Esa argamasa pegada con saliva sin propuesta, cuyas direcciones y coordinaciones se ven atenazadas por la pinza del miedo a verse contra la pared por su pasado o el pavor de ensayar algo distinto a lo que siempre han hecho, sin creer mucho en su futuro. Gerentes del no poder tentados también por la pequeña ambición de conservar las riendas, prerrogativas y prebendas de su respectivo partido, a guisa de modesta recompensa o propina.
No sin errar más de una vez, pero por lo mismo ducho en detectar y entender malestares y pulsiones sociales hasta encausarlos, al tiempo de construir y consolidar su liderazgo, Andrés Manuel López Obrador supo armar un movimiento capaz de impulsarlo al pináculo del poder que tanto anhelaba y donde hoy se encuentra. Lo armó, pero no pudo o quiso organizarlo y consolidarlo.
Así llegó a la presidencia de la República, donde reinterpretó más allá del límite el mandato recibido, entendiendo una cuestión fundamental. Sin organización, pero con fuerza, su punto de apoyo requería mantenerse en permanente movimiento a fin de no perder empuje, y él en continuo contacto desde el Palacio, la calle o la vereda con su base.
Por eso, tantas tareas con flama patria encargadas al movimiento, dentro y fuera del gobierno, así como la conferencia diaria, las giras constantes, los videos de fin de semana y los informes trimestrales no para rendir cuentas, sino presumir y emprender hazañas en pos de la victoria final, aunque sea a plazos. Movimiento y líder sin parar, pero sin avanzar con paso firme.
Asimismo, a punta de torturar el lenguaje hasta el escarnio y ejercer sin compartir el poder; de fijar la agenda a gusto y comunicar bien e informar mal; de mover engranes sin dominar el mecanismo y generar expectativas sin respaldo; de apuntar sin disparar y amagar sin proceder, López Obrador consiguió transformar el significado de la palabra y la acción política. Desarrolló y sostiene hasta ahora una fórmula de feliz entendimiento con su base.
Sin desconocer logros a partir de esa estrategia, muchos vocablos y actos políticos trastocaron su sentido, confundiendo su significado o emparentándolo sin liga con otra idea.
Así, la elección resultó revolución; la terquedad, tesón; la necedad, necesidad; la adversidad, oportunidad; el cubrebocas, tapabocas; la legislación, aprobación de leyes sin chistar; criticar, descalificar; desmantelar, transformar; arbitrar, decidir; proponer, imponer; convencer, doblegar; debatir, ganar la palabra; consultar, confirmar una decisión; revocar, ratificar; participar, apoyar; discrepar, desobedecer o, peor aún, traicionar…
Generó un lenguaje común y una práctica política con su base, una fe ciega. Empero, en el afán de encabezar un cambio de régimen tropezó. Confundió cadencia con arritmia; velocidad con desenfreno; límite con horizonte; querer con poder; deseo con realidad… Aun antes de la pandemia, algunas políticas y acciones de gobierno dejaron ver efectos contraproducentes o, bien, peligros en ciernes. Luego, ya con el virus encima, las cosas se complicaron más y, aun cuando el mandatario quiso ver oportunidad en la adversidad, no tuvo cabeza ni corazón para replantear el alcance de la pretendida transformación ni la pertinencia de la obra pública con la cual quiere trascender.
A partir de esa situación y los efectos económicos y sociales, los problemas crecen y brotan nuevos. Ante ello con aire astuto, el mandatario emprende acciones, abre frentes o, de plano, genera maniobras distractoras que, si bien de momento le dejan librar sin resolver el escollo en turno, complican de más en más el cuadro. Los problemas prevalecen y aumentan, incorporando a su complejidad variables de muy difícil control, haciendo del azar el factor determinante de su desenlace.
Llámese inflación incontenible, crimen desafiante, sucesión desbocada, recorte sin medida, migración imparable, revocación inaplazable, reformas tardías, estados en bancarrota, elecciones en puerta, inversión asustadiza, diplomacia intravenosa… lo que sigue es un enredo mayúsculo.
Pese a la extrema simplicidad y sencillez del lenguaje y práctica política establecidos y desarrollados por López Obrador con su base, a la oposición le resulta incomprensible.
Ante ello, salvo alguna excepción, la oposición ha asumido una actitud disparatada. Ante la movilización se paraliza para dar patadas de ahogado en salón de la política donde hace yoga y enmudece a gritos, haciendo del abucheo, la rabieta o el berrinche su más sólida reacción. Se opone sin proponer y resiste cuanto puede, sin poder mucho.
Repelente a la posibilidad de ensayar algo distinto, pero dispuesta a recibir patrocinios con instrucciones.
Viene, pues, más tensión, más movilización, más inquietud con sello de mayor incertidumbre. Entonces, no habrá por qué asombrarse si un día de estos el lopezobradorismo proclama: “¡Patria o suerte! ¡Apostaremos!”.
Tomada de El Financiero