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Paredes de Museo 

Superiberia

Por: Alfonso Villalva P. / columnista

Inédito no es que las autoridades de una ciudad carezcan de tiempo para atender el ámbito cultural, pues las cosas de política no les permiten asomarse a un mundo al que nunca han pertenecido.

Es lógico que las personas que gobiernan –y han gobernado por lustros- ésta ciudad o cualquier otra, sólo tengan afecciones culturales cuando su asistente les redacta una tarjeta antes de dar una conferencia de prensa.

La realidad es que cada ciudad de nuestro país sobrevive culturalmente merced a los esfuerzos particulares de un puñado de individuos e instituciones, y un efímero trozo de presupuesto arrancado al erario por un hastío producido en tantos años de lucha, neutralizada, desde luego, por una indolencia lacerante hacia las cuestiones culturales.

Es común escuchar la respuesta a un joven que plantea su deseo de ser músico, pintor o escultor –en un tono no desprovisto de sorna-, explicando que su vocación es morir de hambre. ¿Cómo progresará una ciudad, a pesar de que cada Presidente Municipal, gobernador, o quién diablos sea, asegura ser la estrella del norte, si no tenemos siquiera un museo entrañable que sintamos nuestro para refugiarnos de la infatigable refriega de la modernidad y el consumismo? 

¿Cómo, si los espacios culturales reportan su mayor número de visitas por las “excursiones” que organizan las escuelas a las que acuden niños y jóvenes, principalmente porque la asistencia influye en la calificación?


La muerte cultural de nuestras ciudades está montada en el filo de la navaja de nuestra aberrante indiferencia por las ideas y el desarrollo de algo más que la billetera o el capital político. Mire usted a su alrededor: tanta historia; tanta riqueza olvidada, cambiada por el pragmatismo del uso conveniente de la frontera próxima o de la corrupción, que a fin de cuentas, a pesar de implicar explotación infantil, tráfico de mujeres y contrabando diverso, sigue engordando cuentas bancarias de personas que padecen una ceguera conveniente a la hora de conocer el origen de tan jugoso beneficio.

A pocos importan los montones de piedras viejas, de libros empolvados que mueren en el olvido, en bodegas abandonadas atestadas de lienzos en edificios derruidos. Qué más da que alguien asesine un óleo de doscientos años, o que hurte un retablo barroco para venderlo a un intermediario extranjero, a casi todos importa un miserable pimiento.


Los frescos, que huelen a pasado rico y motivante, que desaparecen porque ya nadie los podrá desmontar y vender al mejor postor, me imagino, se convierten en víctimas inanimadas de algún brillante “maistro” que decide repellarlos con cemento vil y pintura multicolor para que luzca muy bien, para crear una atmósfera de pasado light para eventos sociales, sin la fea expresión de muros feos y olorosos.

Y también imagino que el autor de semejante osadía, un señor muy de “mire usted” y tal, con la mirada de melancolía –de esas que tienen los artistas barrocos en las películas americanas-, toma las paredes de un museo para organizar bodas, primeras comuniones, bar-mitzba y hasta bautizos en un ambiente histórico confortable y muy de moda y pose social.

Y nosotros, que nos conformamos con todo, pacíficamente nos contentamos con admirar ahora una lápida de cemento gris que contiene los restos de nuestro arte ancestral.

 

Twitter: @avillalva_

Facebook: Alfonso Villalva P.

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