Por: Gilberto Nieto Aguilar / columnista
La educación no es la panacea del desarrollo de un pueblo, pero es uno de los pilares más importantes. Dígame usted si no, cuando es capaz de complementar, moldear, afirmar o transformar la manera de ser de un pueblo, llegando incluso a alterar la conducta por herencia genética y modificar la base cultural, como ya comentamos en ocasión anterior.
El ambiente del hogar es decisivo, porque en él se conjugan el origen y contexto que abonan y combinan los padres –o quienes están a cargo– para iniciar y después fortalecer la educación de los menores.
En la crianza se forma el carácter de los niños y se vivencian los valores, expectativas, formas de ser, resolución de problemas cotidianos y una manera de interpretar la vida.
La comunidad complementa el proceso. En aquellos años del fin de siglo los niños, adolescentes y jóvenes se divertían de manera sana, jugando con una pelota, trompos o baleros, corriendo por los espacios públicos, charlando, patinando.
Conversaban entre risas y juegos sin preocupación alguna. La niñez y adolescencia eran épocas de oro, en parques llenos de niños y adultos que departían, convivían, corrían y jugaban al cuidado de la familia.
Quizá la costumbre, más preocupada por el sustento diario, llevó a los hogares a una falta de interés social para educar, pero las madres –principalmente– y los padres de familia aplicaron un sentido común y práctico de preservar el bienestar dentro de lo que estaba a su alcance, es decir, proteger al hogar y los hijos.
No se valen los ejemplos de padres desobligados, machos y violentos como generalización y estereotipo de la época.
Tampoco se vale aseverar que toda época pasada fue mejor. Es una falacia. Pero sí podemos, desde el punto de vista del hogar y la crianza de los hijos, reconocer el trabajo y la inteligencia práctica de las madres de antaño. Tal vez su visión era un bien particular, propio de la familia; quizá faltaba educar para la sociedad. Pero hoy no sólo falta educar para la sociedad, faltan también el fomento de virtudes, valores y respeto a los demás.
Los adolescentes y jóvenes de la década de los cincuenta no tenían un espacio especial, ni una imagen representativa como la tienen los adolescentes y jóvenes de ahora. La música fue su expresión y despertar colectivo, fue su carta de presentación ante una sociedad adulta que los reprimía, según su decir.
Y este fenómeno creció durante los sesenta y los setenta. Esas generaciones afanosas por “liberarse” crearon muchos padres permisivos que dejaron perder valores, costumbres, urbanidad, límites en la conducta.
En su momento pensaron darles “libertad” y comodidades materiales a sus hijos. Pero aquello que los hijos esperan recibir de los padres, paradójicamente, no tienen ningún valor comercial o económico: es cariño, comprensión, dedicación de tiempo, interés por lo que hacen y escuchar sus problemas.
Ser padres permisivos y no enseñarles límites, les priva de lo más valioso cuando tengan que aplicar su criterio y establecer líneas personales de conducta.
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