Con todas sus diferencias, los gobiernos de Enrique Peña y de Barack Obama enfrentan una circunstancia política semejante. Tienen por delante obstáculos colosales y cuentan con capitales políticos limitados. Los dos vienen de elecciones polarizadas y tendrán gobiernos divididos (sin mayorías en sus respectivos congresos). Tendrán que enfrentar grandes retos sin tener un mandato contundente. Ambos presidentes tienen exigencias muy altas, pocos recursos para hacerles frente y tiempos muy cortos para demostrar efectividad.
Obama ya vivió el capítulo de los desacuerdos con la oposición republicana que pusieron al borde de una nueva crisis a la economía de su país. De inmediato tendrá que volver a vivir el drama. Si logra establecer un acuerdo fiscal con sus opositores que ratificaron su mayoría en la Cámara de Representantes, despejará su camino y podrá mantener un crecimiento moderado que haga manejable el problema de la deuda. Si no convence a los republicanos sobre la necesidad de un equilibrio fiscal más justo, persistirán los riesgos de un nuevo estancamiento.
Peña apenas empieza a vivir la dificultad de gobernar sin contar con una mayoría clara, con riesgos de que ante un mal paso se active la inconformidad social y con problemas de violencia, inseguridad e impunidad que afectan a la economía y tienen en jaque a la sociedad y al propio Estado en diversas regiones del país. Si acierta, podrá pacificar y aprovechar los vientos externos favorables a la economía mexicana. Si Enrique Peña logra construir acuerdos serios, facilitará su arranque y aumentará las posibilidades de lograr resultados antes de que cunda la desesperación de muchos y ya no sea posible contener las epidemias delincuenciales.
La relección de Obama, un progresista moderado, es lo mejor que pudo haber pasado. Para el mundo, disminuye el riesgo de nuevas aventuras bélicas tan afines a las posiciones de los neoconservadores y que habrían sido catastróficas. Para EU su moderación es la única posibilidad de que demócratas y republicanos construyan un acuerdo legislativo respecto al manejo fiscal de la economía después de la polarización extrema a la que han llegado en los últimos años.
Si Peña pudiera lograr un acuerdo mayor en materia de seguridad, justicia y solidez fiscal, consolidaría a su gobierno y se prestigiaría en el exterior. Pero si no lo logra o, peor aún, si intenta cambios y fracasa, verá pasar las oportunidades económicas y el gobierno de la política y la seguridad serán una pesadilla interminable para él y sus colaboradores más cercanos.
En su próximo encuentro con Obama, Peña ganaría más corriéndose al centro -con un presidente que ha sufrido los embates de la derecha ideológica- que repitiendo la letanía neoliberal. Ofrecer de más en materia de petróleo o endurecimiento de la seguridad es innecesario allá, y acá será visto como un acto entreguista. Hay otros temas más prometedores: por el contrario, abrir espacio para una corrección en justicia y seguridad, y, ni mandado hacer, retomar la iniciativa en favor de los migrantes y la cooperación con Centro y Sudamérica. Mejor la mesura ante un hombre que ya ha probado la dificultad de gobernar y ante una ceremonia inaugural del 1 de diciembre en México que marcará a su administración. Mesura en el fondo y en la forma. Un acto de frivolidad o una declaración de más serán mal vistos allá, pero sobre todo reprobados acá.
Para Peña el asunto principal es interno. Es ganar autoridad política. Ni su ascenso a la candidatura ni la elección se la dan en automático. La ganará si logra controlar al propio partido y establece una relación seria con la oposición parlamentaria y social. La credibilidad se gana cuando lo que se dice se puede sostener, y en una circunstancia política como la mexicana, cuando lo que se dice y se hace no es percibido como un acto prepotente que ofende a la pluralidad.
Senador por el PRD