anónimo
Nunca volveré a ver mis manos de la misma manera…
El abuelo, con noventa y tantos años, sentado débilmente en la banca del patio, no se movía, sólo estaba sentado cabizbajo mirando sus manos. Cuando me senté a su lado no se dio por enterado y entre más tiempo pasaba, me pregunté si estaba bien. Finalmente, no queriendo realmente estorbarle sino verificar que estuviese bien, le pregunté cómo se sentía.
Levantó su cabeza, me miró y sonrió. “Sí, estoy bien, gracias por preguntar”, dijo en una fuerte y clara voz. “No quise molestarte, abuelo, pero estabas sentado aquí simplemente mirando tus manos y quise estar seguro de que estuvieses bien”, le expliqué.
¿Te has mirado alguna vez tus manos?” preguntó. “Quiero decir, ¿realmente te has mirado tus manos?”
Solté mis manos de las de mi abuelo, las abrí y me quedé contemplándolas. Les di la vuelta, palmas hacia arriba y luego hacia abajo. No, creo que realmente nunca las había observado, mientras intentaba averiguar qué quería decirme. El abuelo sonrió y me contó esta historia:
“Detente y piensa por un momento acerca de tus manos, cómo te han servido bien a través de los años. Estas manos, aunque arrugadas, secas y débiles han sido las herramientas que he usado toda mi vida para alcanzar, agarrar y abrazar la vida.
aboca y ropa en mi cuerpo. Cuando niño, mi madre me enseñó a juntarlas en oración. Ellas ataron los cordones de mis zapatos y me ayudaron a ponerme mis botas. Han estado sucias, raspadas y ásperas, hinchadas, cortadas, secas y dobladas. Se mostraron torpes cuando intenté sostener a mi hijo recién nacido. Adornadas con mi anillo de bodas, le mostraron al mundo que estaba casado y que amaba a alguien muy especial.
Ellas temblaron cuando enterré a mis padres y esposa y cuando caminé hacia el altar con mi hija en su boda. Han cubierto mi rostro, peinado mi cabello y lavado y limpiado el resto de mi cuerpo. Y hasta el día de hoy, cuando casi nada más en mí sigue trabajando bien, estas manos me ayudan a levantarme y a sentarme, y se siguen uniendo para orar.
Estas manos son la marca de dónde he estado y la rudeza de mi vida. Pero más importante aún, es que son ellas las que Dios tomará en las Suyas cuando me lleve a casa.
Desde entonces, nunca he podido ver mis manos de la misma manera…
Y aún recuerdo cuando Dios estiró las Suyas y tomó las de mi abuelo y se lo llevó a casa.
Cada vez que voy a usar mis manos pienso en mi abuelo… es cierto que nuestras manos son una bendición.
Hoy me pregunto… ¿Qué estoy haciendo con mis manos? ¿Las estaré usando para abrazar y expresar cariño o las estaré esgrimiendo para expresar ira y rechazo hacia los demás?