“Es usted un pend…”. Así le dijo a don Hulero en el bar Racón un sujeto que estaba en la mesa vecina. Se puso en pie don Hulero, y le exigió, furioso, al majadero: “¡Repítame eso!”. Se levantó el insultante baladrón. Era un toroso individuo de estatura gigante –mediría 1.95-, anchas espaldas y puños como marros de herrador. Casi juntó su cara a la de don Hulero y le volvió a decir: “Es usted un pend…”. “Muchas gracias –volvió a sentarse don Hulero-. Sólo quería oír una segunda opinión”…
Afrodisio Pitongo invitó a cenar a Tetonina Grandbustier, hermosa joven poseedora de exuberantes atributos pectorales. En el restorán le reclamó al mesero: “Hace media hora pedimos una pizza y no nos la ha traído”. “Ya se la traje, señor -respondió, cortés, el camarero-. Si la señorita se hace un poco para atrás todos podremos ver la pizza”…
Don Poseidón era terrateniente sin ningún roce social. Cierto día recibió en su casa campestre la visita de un grupo de matrimonios citadinos invitados por Glafira, la hija mayor del propietario, que estudiaba en la ciudad. Al empezar la cena el adinerado rústico se disculpó con los visitantes: “Perdonarán sus mercedes que no nos acompañe en la mesa Holofernes, mi mujer. Está recluida en su aposento porque no puede sentarse. Le salieron unas pústulas en las nalgas”. Se turbaron las señoras, tosieron los señores y Glafira se apenó por la salida de tono de su padre. Cuando acabó la cena y los huéspedes se retiraron la muchacha reconvino a su progenitor: “No diga usted ‘nalgas’, papá. Diga ‘posaderas’”. Al día siguiente uno de los invitados le preguntó a don Poseidón: “¿Cómo sigue su señora esposa del penoso mal que nos ha impedido disfrutar su grata compañía?”. Contestó el ranchero: “Todavía tiene esas pústulas en las… en las…”.
Se volvió hacia Glafira. “Hija: ¿cómo dices que se llaman las nalgas de tu mamá?”… Todo indica que el gobierno federal no ha dado al Coronavirus la debida importancia, pese a ser amenaza universal. Varios casos se han registrado ya en nuestro país, y no parece haber acciones oficiales prontas y eficaces, sobre todo en los aeropuertos, para prevenir la propagación del mal. Las grandes concentraciones de personas no se han evitado, ni se han dado a conocer de modo profuso a la población las medidas que se deben tomar a fin de evitar el contagio. Dar la espalda a la realidad es una insensatez, pero dar la espalda a una pandemia puede traer consigo graves consecuencias…
Ya conocemos a don Chinguetas: es un señor muy casquivano. Cierto día se esposa, doña Macalota, regresó de un viaje antes de tiempo, y al entrar en la alcoba conyugal vio a su marido en apretado abrazo de erotismo con una exuberante fémina. “¡Canalla! –le gritó al coscolino-. ¡Bribón! ¡Infame! ¡Adúltero! ¡Torpe! ¡Desgraciado! ¡Vil!”. Replicó don Chinguetas con tono de ofendido: “Si me has perdido la confianza, Macalota, no tiene caso discutir”…
El noble ruso iba con su criado en un trineo por la nevada estepa siberiana. Le dijo el caballero al campesino: “¿Sabes por qué tú tienes frío y yo no? Porque tú vistes ropa humilde, y en cambio yo me cubro con mi finísimo abrigo de astracán”. Poco después el noble ruso le ordenó a su criado que detuviera el trineo, pues debía desahogar una necesidad menor. “Y te autorizo a hacer lo mismo” -le dijo con soberbia al campesino. Instantes después el criado le preguntó a su amo: “¿Sabe su señoría por qué su chorro hace ruido y el mío no?”. “Lo ignoro” –contestó, desdeñoso el noble ruso-. Explicó el campesino: “Porque su chorro está cayendo en el suelo, y el mío está cayendo en su finísimo abrigo de astracán”… FIN.