Los hechos hablan por sí mismos, y cada día surgen nuevos testimonios que nos ayudan a entender un poco más de la gran catástrofe: cuerpos quemados, mutilados, personas de todas las edades que perdieron la vida, víctimas inocentes de un juego perverso que rebasa, por mucho, los alcances del grupo criminal que perpetró la matanza.
Es claro: la violencia de los criminales difícilmente hubiera dado lugar a una masacre, como la que ha circulado con profusión en los diarios de todo el mundo, si no hubieran recibido el armamento adecuado para hacerlo. La violencia sale de proporciones gracias a la ayuda recibida por un tercero. Y esta ayuda no pertenece tan solo al terreno de la especulación: las pruebas están ahí, palpables, fehacientes, documentadas con tal amplitud que es absurdo negarlo.
Hay que repetirlo cuantas veces sea necesario: el armamento llegó de la mano de la superpotencia vecina. Sin esas armas, los grupos criminales no hubieran pasado de algunos enfrentamientos aislados, de una guerra dolorosa y fratricida, pero jamás con las consecuencias que ahora advertimos. Unas consecuencias de dolor y muerte ante las que no es posible cerrar los ojos y fingir que no pasa nada. Hemos visto el llanto de los padres, de las familias, el reclamo de la sociedad entera. No podemos permitir que algo así ocurra de nuevo.
La indignación sube de nivel cuando atendemos a las causas. ¿Cuál podría ser el interés de la superpotencia para hacerse cómplice de una carnicería que rebasa cualquier límite? La región en la que ocurrieron los hechos tiene una importancia geopolítica indudable por las funciones que cumple, como paso obligado de mercancías y personas. El control de la zona ha sido siempre una prioridad, y en este caso la estrategia de desestabilización y miedo cumple con los fines de evitar el fortalecimiento del gobierno local, lo que generaría un riesgo inaceptable a ojos de quienes, a lo largo de su historia, se han comportado como un imperio en expansión. Por eso la intromisión en los asuntos internos, por eso la complicidad con las autoridades y los opositores que les son convenientes, por eso la vía libre para armar y financiar movimientos armados.
Indigna, claro, pero tampoco asombra. ¿O acaso alguien se asombra ante el cinismo del líder que pide justicia, en público, mientras que en privado planea su siguiente jugada? La política exterior de la superpotencia se ha convertido en un juego de ajedrez, en el que es válido sacrificar algunos peones para conseguir sus propios fines de hegemonía regional y mundial. Y, si los peones que van a sacrificarse son de otro jugador, el gambito es redondo para aquel a quien le sobran los recursos y carece de todo escrúpulo.
Los detalles sobran cuando la verdad es evidente: lo que hemos presenciado no debería haber ocurrido. No podría haber sucedido sin las armas necesarias. Las armas llegaron de la potencia vecina en un afán de desestabilización de la zona, con fines de asegurar el control en un lugar estratégico que funge, a la vez, como puerta de salida y control de acceso. Por eso la violencia, por eso las muertes, por eso, también, la certidumbre de que, a pesar de discursos encendidos y palabras huecas, la injerencia de quien se siente dueño del mundo volverá a ocurrir cuando así lo considere necesario.
Así es. Las armas que entraron a nuestro país, y generaron las decenas de miles de muertos en la guerra contra las drogas de la administración pasada, no hicieron sino inflamar una situación que nunca hubiera tenido la misma gravedad, y cuyas repercusiones seguiremos viviendo por décadas, ante la mirada complaciente y la complicidad del gobierno de Barack Obama, quien no dudó en orquestar una infame operación Rápido y Furioso que, si en algo difiere de lo que ahora se reclama a Vladimir Putin, es en el número de decesos. Porque todo lo demás, las motivaciones de control, las acciones orquestadas y tendientes a la desestabilización de una región estratégica, la falta de escrúpulos y el cinismo de quienes deberían de responder ante actos que no pueden ser calificados sino como criminales, son exactamente iguales.
Hoy, Estados Unidos endurece su postura y exige a Rusia una explicación satisfactoria que él mismo no estuvo, ni está, dispuesto a ofrecernos. Y, a diferencia de lo ocurrido con el MH17, en el caso de Rápido y Furioso no es necesario encontrar una caja negra para saber qué fue lo que ocurrió. Ante la maraña de declaraciones y enredos de la supuesta investigación oficial, la falta de responsabilidad de los presuntos implicados, las acusaciones de manejo político del asunto en un año electoral y, sobre todo, el ejercicio del “executive privilege” invocado por el presidente Obama, cabe preguntar si ahora aceptaría como válida, por parte de Putin, la misma respuesta que nosotros hemos recibido. Y, en caso de no ser así, que nos explique la sutil diferencia entre uno y otro caso.
La justicia no está peleada con la congruencia. Sin embargo, lamentablemente, ambos parecen ser valores en desuso.