Por: Catón / columnista
Mi amigo hace una declaración que en estos días suena mal: “No sé nada de fútbol”. Añade con modestia: “Por favor, no vayan a pensar que estoy presumiendo”. Dice que su ignorancia cósmica en materia futbolística lo pone al amparo lo mismo del esnobismo que de la plebeyez, extremos ambos deplorables y merecedores por igual de conmiseración. Desde luego no hay que hacerle mucho caso. Gusta de ir contra la corriente –“Es muy corriente”, afirma-, y desafía con un “Nego” los silogismos de la Lógica, actitud que lo lleva a conclusiones nada lógicas: “Todos los hombres son mortales. Sócrates es hombre. Luego Sócrates cree que es inmortal”. Eso por lo que hace a la razón. En lo que atañe a la sinrazón mi amigo es también bastante heterodoxo. Opina que la Teología ocupa el sitio más alto en la escala de la literatura de ficción, y considera que el infierno es el invento humano que más dinero ha producido a quienes lo imaginaron. Le parece extraño que los hombres de religión tengan en tan poco al cuerpo y sin embargo valoren tanto los sacrificios que con el cuerpo se hacen en homenaje o desagravio a la divinidad. Acota: “Por eso yo todos los sacrificios los hago con el alma. Es más doloroso flagelar el espíritu que la carne”. Juzga absurdo, y aun aberrante, privarse del vino o la mujer por motivos religiosos, y califica de “curioso” el hecho de no comer jamón serrano para no ofender a Dios. Manifiesta: “Hay mayor culpa en no haberse acostado nunca con una mujer que en haberse acostado con muchas”. Acerca de la Biblia dice: “Siento unción y deleite espiritual cuando leo libros como el de Ruth o Job; los Salmos, los Proverbios, el Eclesiastés y el Cantar de los Cantares –sobre todo el Cantar de los Cantares-, y me mueve al bien la lectura del Nuevo Testamento (exceptúo el Apocalipsis), especialmente de los evangelistas, pero el resto del sagrado libro me provoca unas veces temor y otras bostezos. Creo que desde cierto punto de vista edifica más la lectura de la Revista Rotaria o el Reader’s Digest”. Hago a un lado esas opiniones –todas son para hacerse a un lado- y dejo sólo a la consideración de mis cuatro lectores la primera, aquella en que mi amigo manifiesta que no sabe nada de fútbol; que le es ajeno por completo el deporte que el diccionario llama todavía balompié. El primer y último partido al que asistió, si no recuerda mal, tuvo lugar en la Ciudad de México, en el estadio de CU, cuando se enfrentaron en un juego amistoso el equipo Nacional y Rusia. Eso fue, si bien recuerda, el 5 de febrero de 1964. Ya hace rato. Desde entonces no ha vuelto a pisar un estadio de fútbol. Nadie lo juzgue mal por eso. Allá él con sus rarezas. Hay quienes en toda su vida no han pisado una biblioteca, y aun así han llegado a ser candidatos a la Presidencia, y hasta presidentes. A lo que voy es a decir que a pesar de su alejamiento del fútbol, mi amigo se alegró enormemente con el triunfo de México sobre Alemania. Gritó igual que todos: “¡¡¡Goool!!!”, e incurrió en la inusual práctica de tender la palma de la mano en alto a fin de que la chocara con la suya la persona que tenía más cerca, en este caso el extraño que estaba en la mesa de al lado en el ‘restorán’, y que profirió ese mismo grito entusiasmado, y que con igual sentimiento de fraternidad chocó también su mano, y ambos luego a su alrededor con otros desconocidos comensales. Fue ése un momento de unidad nacional en medio de las divisiones que trae consigo la política. Había que gozar ese instante de unión, dice mi amigo, porque después del día primero de julio será difícil que los mexicanos volvamos a tener otro momento de unidad… FIN.