Córdoba.- Johnny es muy delgado, de estatura media y ojos claros. Tiene 13 años y viene huyendo de Ocotepeque, Honduras, para evitar ser reclutado por la violenta pandilla Mara Salvatrucha.
Está solo, viajaba con sus primos, que tuvieron la fortuna de salir en la última caravana de migrantes que pasó por varios puntos de México; la mayoría llegó a Estados Unidos.
Johnny se quedó porque tuvo ganas, una de las muchas decisiones que se ha visto forzado a tomar desde pequeño. “Pienso estar aquí un tiempo, luego voy a ver qué hago”, dice con voz de niño obligado a crecer.
Está en el albergue para migrantes “La 72”, ubicado en Tenosique, Tabasco. Sentado sobre un viejo catre en una pequeña habitación, cuenta que en Honduras se quedó su mamá, con la que casi no ha hablado desde hace dos meses, cuando salió de su hogar.
“Mi mamá es ama de casa y tengo tres hermanos. Tenemos problemas con el dinero”, cuenta al tiempo que sus ojos se entristecen pero su boca intenta sonreir.
De sus tres hermanos, dos hermanas de 14 y 8 años, extraña mucho al más pequeño de dos, con quien jugaba al regresar de la escuela. Ahora intenta llenar ese vacío con los menores que se encuentran en el albergue.
Sin embargo, la migración de Johnny va más allá de los problemas económicos; huyó de su país para evitar ser reclutado.
“Es muy peligroso, hay mucha violencia. Hay maras, muchos maras. Vine de mi país porque ellos querían que fuera uno de ellos”.
NIÑOS, TESTIGOS DE MUERTE
Quien los ve ni siquiera imagina que a su corta edad sepan lo que es ver morir a alguien lentamente, desangrado, a mano de sujetos inmunes al dolor ajeno.
Además de ser niños tienen otras cosas en común: son migrantes. Hoy en un refugio como casa, “la 72”, donde el 35 por ciento de los indocumentados que llegan son menores de 18 años.
-¿Sabes por qué estás aquí, fuera de casa, de tu país?
-Sí, porque en Honduras matan a gente, responde César Fernando de 10 años, quien tiene un año de vivir en el albergue, junto a sus padres, tíos y algunos primos.
Fer, como le dicen los niños con los que juega, tiene que cargar con el enorme peso que implica haber visto asesinar a alguien.
“Allá por donde vivíamos nosotros, más adelantillo estaba un muchacho que era bueno con mi papá. Sólo fue a botar un vaso de café afuera y ya iba a entrar a la casa cuando le dispararon. Iba a entrar y le volaron los sesos; tenía tres niñas. Estaba toda la sangre regada en el suelo”, relata Fer minuciosamente, como si describiera una fotografía mientras alista sus juguetes.
Diariamente se mata a la gente. En la calle, en el parque, en sus casas. En las iglesias. En cualquier parte.
Luego de ese episodio, su familia no pudo más y decidió emigrar. También a ellos los obligaron a salir de
su país de origen.
INSEGURIDAD + MIEDO + POBREZA = MIGRACIÓN
Ya no es sólo la pobreza, la inseguridad se ha vuelto clave en la migración de centroamericanos. Brenda Barrera de 26 años, viaja con Yuliari, su pequeña de
dos años y su esposo.
“Nos cobraban el impuesto de guerra, nosotros somos pobres y no podíamos pagar. Aquí en México mi esposo habló para que le mandaran un dinero y le avisaron que a las cuatro de la mañana mataron a su mamá porque él había huido y no había quien pagará ese dinero”, relata con su hija en brazos, una niña de cabellos claros, ojos oscuros y sonrisa interminable.
“Los mareros mandaron a decir que si nosotros no pagábamos el impuesto de guerra iban a matar a nuestra niña. A unas personas ya les habían advertido eso y no hicieron caso.
Les mandaron a su hijo desmembrado en un costal para basura”, lamenta Brenda aún horrorizada.
Recuerda que desde hace 12 años su esposo pagaba la cuota para poder habitar su casa. Brenda y su compañero se arriesgaron por la pequeña Yuliari. Saben que tenían dos opciones: morir en Honduras o intentar salvar la vida en otro país. No había de otra. Optaron por la segunda. El INM reporta que hasta septiembre del 2013, 6 mil 772 menores de edad fueron devueltos por la autoridad migratoria mexicana; uno de cada seis tenía menos de 11 años, el registro más alto en los últimos diez años.
Los Mara Salvatrucha, conocidos también como MS o M13 es una organización internacional de pandillas criminales asociadas, originadas en Los Ángeles. Con presencia principalmente en Guatemala, El Salvador y Honduras. Tienen células (clicas) localizadas en Latinoamérica con más de 70 mil miembros. Los países más afectados son Guatemala, Belice, El Salvador y Honduras.
Sus miembros se distinguen por tatuajes en el cuerpo y a menudo en la cara, con un lenguaje propio de señas. Conocidos por su extrema violencia, entre sus actividades criminales se incluye venta de drogas y armas, extorsión, secuestro, robo y asesinatos por encargo, entre otras.
Una gorra color verde militar deslavada cubre los rubios cabellos de Johnny. Confirma que los niños son reclutados desde los 10 años de edad, muchos forzados a ingresar a las filas de las violentas pandillas. “No entré porque no quise, mejor salí huyendo”, comenta. El menor, con palabras de grande, expresa que la inseguridad ha rebasado cualquier expectativa. Prácticamente han amenazado a todos sus vecinos y existe algo aun peor: “por la tele anunciaban que iban a reclutar a niños de 10 años para arriba. Siempre lo han hecho”.
“Me siento un poco alegre porque aquí es otro ambiente. Me tratan bien y me han platicado los de aquí que me van a solicitar los papeles y me voy a ir para Mérida; hay una familia que me va a apoyar en Mérida, la señora se llama Martha, como mi mamá. A ella la extraño mucho y a mi hermanito”, expresa asomando al niño dolido por la separación de su familia.
Hoy Johnny sólo piensa en su futuro. Quiere estudiar y superarse. “Deseo ser un licenciado…fue bueno venir y salirme de mi país, si me hubiera quedado allá estaría en más riesgo.
Aquí me siento seguro”. Mientras César Fernando juega, intenta olvidar la sensación de miedo que lo embargó. Después de la huida, debieron caminar seis días y seis noches para llegar a México.
“Aquí me siento bien y estoy contento. Juego con los niños que vienen, aunque luego se van rápido. Ése de allá nos compró unos carritos pero los perdimos, y ahora jugamos con los juguetes de las niñas. Cuando no vienen niños, nos quedamos sentados”.
César Fernando con 10 años tiene unos dientes blancos que contrastan con su pequeña playera de rayas desgastada. Sus ojos grandes reflejan la intención de querer dejar el pasado allá en Honduras. “Cuando veía que mataban a la gente me daba tristeza. Lo veía casi todos los días”, recuerda.
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