POR: Alfonso Villalva P. / COLUMNISTA
Mientras curioseaba en los pasillos de uno de esos supermercados modernos que parecen estación de abastecimiento espacial, donde hay más iluminación que en un estadio de fútbol; donde se reúnen las señoras contemporáneas en su ropa de gimnasia o Bikram Yoga, con gafas oscuras, sin bañar y meticulosamente rociadas de esa esencia de sudor matutino, tan suya en esos trances; donde llegan los tipos en las mañanas con el encargo de la señora —la que no acostumbra gimnasio y tal— y circulan torpemente de pasillo en pasillo confundiendo cilantro con perejil, pañal infantil y de adulto, o simplemente deciden no llevar nada cuando la lista manuscrita dice manzana, pero no aclara si debe ser red o golden.
Ahí estaba, les digo, disfrutando de ese escaparate que nos regala la modernidad para ver nuestro reflejo decadente disfrazado con la teoría práctica de la vida progresista, observando, en fin, la representación matutina de la vida de los demás mientras surtía la compra para el antojo correspondiente, para batirme por unas horas con cacharros, sartenes, horno y la parafernalia del asado.
Al tiempo que dilucidaba sesudamente respecto de temas como sudor matinal de señora con prisa, disfraz fachoso de quien seguramente por la tarde declararía sin congoja que ella, vaya, nunca sale de su casa sin una polveada mínima de dignidad, sin el carmín del decoro, etcétera, sentí una presencia muy cercana por retaguardia, y una voz aguda, pero bien educada, que repetía mecánicamente: “señor, ejem, ¡espero que esté teniendo un gran día! Permítame un momento, señor, por favor.”
La demostradora se acercó como lince al primer segundo en que detectó mi atención, y con una sonrisa auténtica
—hay que reconocerlo—, dijo, “verá usted señor, este producto, el que puede apreciar en la foto del catálogo que le obsequio sin costo alguno ni compromiso –aclaró para disipar las dudas que seguramente adivinó en mi cara- le quita tos y carraspera, es decir, le resuelve el problema del sueño, y de paso, lo levanta de buen humor. Es quizá, en el fondo, un tónico para la felicidad conyugal que garantiza sonrisa matinal con base en un profundo y reparador sueño, no sólo de usted, sino de quien le tenga que aguantar los estertores por la noche”.
“Por si fuera poco, es expectorante —el producto, desde luego—, con capacidad tal que las flemas de antes ya las puede ir despidiendo. También tenemos un producto similar para el crío, usted verá, por si acaso tuviese uno, reconocido o no, o si es que tiene algún sobrino quejumbroso, enfermizo, verá”. Mientras ella recitaba de memoria las propiedades prodigiosas del producto —las cuales aseguraba describía mejor el folletín impreso—, enarcaba su ceja derecha, totalmente depilada, o rasurada, o como diablos se diga, pero delineada por una oscura marca color marrón que simulaba la ceja real, natural, que alguna vez estuvo allí.
Le dije gracias, pero mire, por el momento no padezco más tos que la proveniente de los excesos de nicotina cuando trabajo por las noches durante horas frente al teclado, y para eso, el único remedio es dejar de ser un imbécil y apagar el maldito artilugio de nicotina y alquitrán de una buena vez y para siempre. Ella me insistió un poco más, haciendo su trabajo de venta. “No importa, hombre, llévelo —insistió con su misma sonrisa auténtica—, pues de cualquier forma, en estos tiempos nunca se sabe, quizá toma el aire atravesado esta noche y mañana amanece escupiendo las entrañas, preguntándose por la maldita hora en que dejó pasar esta oportunidad dorada”.
La sonrisa honesta nunca se borró de sus labios gruesos y brillantes a pesar de mi negativa. Su sonrisa nunca abandonó ese gesto que sugería que ella disfrutaba lo que hacía para ganarse la vida sin estafar a nadie. Y yo me fui de allí preguntándome cuánta gente es capaz de encontrar en la simpleza de un trabajo de promoción de brebajes para tos, de pócimas para expulsar flemas malolientes y de aspecto espeluznante, un motivo para sonreír, para tomar mil veces un no por respuesta, aun sabiendo que lo más probable es que nadie en la compañía que produce la solución milagrosa, aprecie su sonrisa honesta, su gusto por intentarlo nuevamente, su templanza para entender que si nadie le compra el maldito medicamento, no es nada personal, es simplemente que son más agarrados que un chotis, que no disparan ni en defensa propia, o como el arriba firmante, que sigue creyendo estará sano hasta el fin del invierno.
Sonrisa honesta y satisfecha, un trabajo ingrato y seguramente de escasa remuneración, una tenacidad admirable y una cara limpia que se busca la vida diariamente, ella sí, auténticamente, sin levantarse pensando que de joder, ella no va a joder ni a México ni a nadie. Ni Red, ni Golden…
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