En unos días terminará el periodo ordinario del Congreso, y de no ocurrir algún evento de extraordinaria magnitud, uno de los pocos consensos relevantes a los que habrá llegado en este lapso la actual legislatura es a considerar como delito grave la comisión de prácticas monopólicas.
Así, de no mediar algún cambio de última hora en el accidentado proceso legislativo de los últimos días, emergerá una Ley de Competencia Económica que no solo fijará multas millonarias, sino que también castigará con cárcel a las empresas que incurran en acciones ventajosas como el acaparamiento o el ponerse de acuerdo para fijar precios de compra o venta.
Se trata de penalizar prácticas ventajosas, en las que el pez grande hace acopio de todo su tamaño para comerse al chico, como ocurre por ejemplo con las grandes compañías que regalan refrigeradores a las tienditas con la condición de que sólo se exhiba su producto. De aplicarse a cabalidad, se estaría fomentando una sana competencia entre las empresas para que el consumidor elija la mejor opción y la única variable a considerar sea la calidad del producto ofrecido.
¿Fue este el espíritu que animó a los legisladores para llegar a acuerdos prácticamente unánimes para poner freno a los monopolios en materia económica? Quisiera pensar que sí, pero el hecho de que este mismo rasero no se aplique a las prácticas políticas me genera razonables dudas.
No son pocas las voces que han acusado que la alternancia en la Presidencia, si bien eliminó el dominio absoluto de un solo instituto político, trajo consigo una partidocracia, en la que PRI, PAN y PRD son los que al final de cuentas se reparten cargos, puestos y posiciones, y las políticas públicas resultan de los arreglos —las más de las veces cupulares— entre estas fuerzas, de acuerdo con su conveniencia.
En estos años no han florecido alternativas a esta suerte de triunvirato, que se ha solidificado en tanto que son los propios partidos los que han puesto las reglas de la competencia y en cada ocasión moldean las reglas de los comicios según les haya ido en el último proceso electoral.
En la más reciente, después de años de resistencia, los partidos representados en el Congreso aprobaron ya la inclusión de la figura de candidatos independientes, que representa una oportunidad para que ciudadanos valiosos que no han hecho carrera política en los partidos ni forman parte de sus estructuras de mando o burocráticas puedan competir por puestos de elección popular, lo que sin duda refrescaría el debate, muchas veces envilecido por intereses creados.
Sin embargo, la reglamentación de esta figura, el detalle fino, forma parte de las leyes electorales que no han terminado de ser procesadas en el periodo ordinario que concluirá en los próximos días, junto con la legislación secundaria en materia de telecomunicaciones que casi con seguridad deberá ser desahogada en un periodo extraordinario.
Es público que este cuello de botella es consecuencia del proceso interno que vive el Partido Acción Nacional para renovar su dirigencia nacional, cuya resolución definirá el sentido final del voto de las bancadas azules. Uno de los riesgos de la partidocracia es que la vida interna de un partido llegue a ser a tal grado definitiva que eche por tierra consensos que ya se tenían por dados.
Lo cierto es que este factor ha pesado tanto que ya el propio gobierno optó por dar preferencia a la agenda panista, que puso por delante la Reforma Electoral con tal de no causar conflictos que entorpezcan las leyes secundarias en materia energética, esas sí prioritarias para el régimen.
Es bueno que los partidos y el gobierno dialoguen para lograr el mayor consenso posible en materias delicadas. De hecho, es el escenario ideal. Sin embargo, no es sano que este diálogo esté forzado por la circunstancia interna de uno de los contendientes que al final obliga al resto a posponer la toma de decisiones que, al menos en el discurso, todos asumen como urgentes. Un ejemplo es lo ocurrido el sábado pasado, cuando la posición de los panistas, que ellos mismos llamaron irreductible, provocó la cancelación de la mesa de negociación para la Reforma Electoral.
Así como los partidos pudieron ponerse de acuerdo para frenar los contubernios de las empresas que desvirtúan la actividad económica, sería saludable que esa misma dinámica la aplicaran para el diseño de un andamiaje institucional que evite a todo un Poder —como el Legislativo— estar atado al proceso interno de un partido. Que genere los mecanismos para que el procesamiento de las reformas de gran calado dependa exclusivamente de los mecanismos parlamentarios y no de las desviaciones que provoca el monopolio de los partidos.