El presidente Andrés Manuel López Obrador pidió, el sábado en Tijuana, respeto a nuestros migrantes en Estados Unidos. Tiene razón y tiene derecho a exigirlo, pero el reclamo se debilita y pierde cuando en México los migrantes terminan siendo tratados como reses por los criminales que organizan sus traslados para tratar de ingresarlos ilegalmente a la Unión Americana.
Por supuesto que nuestros migrantes deben ser tratados con respeto en Estados Unidos o en cualquier lugar del mundo, pero lo cierto es que en la Unión Americana son tratados infinitamente mejor que cuando llegan por miles y cotidianamente a nuestra frontera sur. El accidente en Chiapa de Corzo, Chiapas, la semana pasada, sólo puede calificarse como espeluznante: 55 muertos, más de un centenar de heridos, cerca de 200 personas, hombres, mujeres y niños hacinados en la caja de un tráiler con sólo unos hoyos en el techo para que pudieran respirar en un viaje proyectado de centenares de kilómetros. En su trayecto desde su partida en San Cristóbal de las Casas hasta el lugar del accidente, pasaron por lo menos por tres garitas de control, es imposible que nadie los hubiera detectado, es imposible que cuando fueron cargados en San Cristóbal, tampoco nadie hubiera visto nada y lo increíble es que hay varios viajes similares cada día desde el sur hacia la frontera norte y casi nunca son detectados.
No se puede montar un negocio de tráfico de personas de esta magnitud, movilizando a miles de personas cotidianamente, sin complicidades en los ámbitos municipal, estatal y federal. Mientras se pone la atención pública y política en las caravanas de migrantes en las que una bola de vivales hace caminar a unos cientos que quieren llegar trabajosamente a la frontera norte, el verdadero tráfico se realiza en tráileres, camiones y autobuses, casi siempre en condiciones inhumanas, en trayectos en que los polleros hacen lujo de violencia, pero también de impunidad.
Dijimos polleros y no es verdad: esa expresión ha quedado en el pasado. Los que manejan el tráfico de personas en México no son ya polleros, son las redes del crimen organizado que han encontrado en ese delito un enorme filón económico, que a la vez les permite consolidar y extender sus redes de tráfico de drogas y de muchos otros productos.
Esos mecanismos de tráfico de personas les permiten, además, extender y generalizar la extorsión de la que son objeto los migrantes y sus familiares en sus países de origen y en Estados Unidos; les permite acceder a personas que, coaccionadas o no, trasladen drogas al otro lado de la frontera; a través de muchos de esos migrantes se hacen, otra vez, obligados o no, de sicarios u operadores. Los migrantes se convierten en ocasiones, demasiadas, en una suerte de mano de obra casi esclava en sus largos recorridos hacia la frontera norte, donde al final pueden quedarse estancados y en situación altamente precaria durante meses. En muchas oportunidades de esas redes, los criminales obtienen mujeres y niños para las redes de prostitución. Las agresiones y violaciones son, también, una constante.
La impunidad es total. No se puede comprender que un negocio de esta magnitud opere de esa forma y sólo haya una política de contención que en muchas ocasiones, ni siquiera es tal. No se trata sólo que nadie detenga a esos camiones, tráileres, autobuses en las carreteras, sino que tampoco se opere para frenarlos en sus puntos de origen.
La historia, ya seguiremos con ella mañana, viene de mucho tiempo atrás en sus relaciones con el crimen organizado, pero, sin duda, se agudizó con la política de puertas abiertas anunciada por el presidente López Obrador en sus primeros días de gobierno, me imagino qué pensaba para presionar al presidente Trump con el tema migratorio.
El resultado fue contraproducente en todos los sentidos: la administración Trump se endureció a niveles nunca vistos, incluso para el demencial Donald Trump, el gobierno federal tuvo que dar un giro de 180 grados en su política migratoria; las fuerzas de seguridad, sobre todo los militares, tuvieron que desplegar miles de efectivos en la frontera sur para frenar el tráfico masivo y tuvieron que convencer al Presidente que una política de esas características no sólo era inviable, sino que también era un desafío a la seguridad nacional: ningún país, que además es limítrofe con Estados Unidos y que sufre tantos conflictos derivados del crimen organizado, se puede dar el lujo de no controlar ni sus fronteras ni los flujos migratorios que transitan por ellas. En términos de seguridad nacional es casi un suicidio.
Se dio, como dijimos, un giro radical, pero el daño estaba hecho. En esas semanas se asentaron y desarrollaron nuevos grupos criminales (en Chiapas, al inicio del sexenio, operaban dos grupos relacionados con cárteles, hoy hay por lo menos cinco y varios otros grupos armados, algunos relacionados con la guerrilla, otros con caciques locales, que están con un pie en la política, y otro, en el crimen organizado), se construyeron nuevas redes y, sobre todo, se percibió la debilidad del Estado para contener esos flujos. La corrupción que ya existía no hizo más que extenderse y generalizarse. El negocio de la migración ilegal, que ya era muy lucrativo, se potenció geométricamente.
La muerte de medio centenar de migrantes en el accidente de Chiapa de Corzo es terrible, pero no es más que un síntoma de un cáncer que nace en la frontera sur y se extiende por buena parte del país.