Entre México y Brasil hay un problema muy parecido al de la película de Sofía Coppola, Lost in Translation, que conocimos en México como Perdidos en Tokio. Acostumbrados a tratar con 10 vecinos hispanoparlantes en América del Sur, los diplomáticos brasileños hablan perfecto español, pero el desencuentro que a veces surge entre los funcionarios mexicanos y brasileños no tiene que ver con la gramática o la riqueza del vocabulario que posea cada una de las partes, sino con la experiencia vital que da densidad y significado a las palabras. De ahí que la labor de quienes deseen acercar a los dos grandes países tenga que ver con la habilidad para hacer que uno pueda ver el mundo momentáneamente desde la perspectiva del otro y viceversa.
La primera diferencia es que nosotros somos un pueblo milenario, que es una forma turísticamente aceptable de decir que somos un pueblo viejo, fascinado morbosamente con el pasado, pueblo con un mestizaje mayoritariamente homogéneo desde hace tres siglos, con una historia patria traumática: conquista, invasiones, despoblación por epidemias, independencia con guerra, revolución sangrienta, etcétera. Para nuestro panteón de héroes en el Monumento a la Revolución, tenemos que escoger con cuidado quiénes entran, porque nos sobran aspirantes a mártires patrios.
Brasil está conformado por un pueblo nuevo que todavía en el siglo XX recibía grandes corrientes migratorias diferentes a las de indígenas o portugueses, que dieron origen a su primer mestizaje. Con la segunda mayor población negra en el mundo y una deuda con la esclavitud, tiene gran cercanía con África. Su independencia la ganaron en forma fácil y plácida y su acceso a la forma republicana de gobierno tampoco le significó grandes luchas. Brasil ha tenido figuras inspiradoras en la lucha contra la esclavitud o por la independencia, pero no tiene el congestionamiento de mártires que tenemos nosotros. A diferencia de nuestra fascinación por el pasado, los brasileños están más movidos por el futuro.
Nosotros, pueblo viejo, nos hemos hecho taimados, mañosos, astutos y muy inventivos para sobrellevar la relación con el vecino del norte. Nuestra libertad de acción en un Hemisferio Norte sobrepoblado de potencias y conflictos está muy acotada y, en algunas ocasiones, nos hemos autoconvencido de que es más limitada de lo que en realidad es. Aunque aparentemente el Tratado de Libre Comercio de América del Norte rompe con esa tradición, en realidad es producto de esa misma inventiva para defendernos o sacarle provecho a la relación con Estados Unidos.
Mientras que en el norte pasa todo, en el sur pasa muy poco o lo que pasa no siempre tiene efectos mundiales. De ahí que la libertad de acción de la diplomacia y las élites brasileñas pueda ser muy grande, aunque las repercusiones de esa libertad no sean proporcionales al peso del país. Mientras que a nuestras Fuerzas Armadas les da erisipela pensar en participar en operaciones de paz internacionales, para Brasil es algo natural, como lo es contar con una fuerte industria militar.
Pero lo más significativo en las dificultades que existen para traducirnos mutuamente son las diferencias de lo que cada país quiere ser. Vecinos de la todavía mayor potencia mundial, no nos interesa aspirar a competir con ella ni a ser uno de los protagonistas cuasi únicos de un mundo multipolar definido por unas cuantas potencias. Nos interesan dos cosas: un orden mundial en el que el derecho internacional sea fuertemente respetado y modere y restrinja los ímpetus autoritarios que acompañan a toda gran potencia, incluyendo a nuestra vecina. Y segundo, un orden favorable a la paz, que promueva y facilite el crecimiento económico incluyente y la democracia. Aspiramos a tener un PIB per cápita de primer mundo y a influir fuertemente en el sentido que acabo de mencionar: paz mundial, desarme, democracia, derechos humanos y crecimiento económico con mayor igualdad y justicia, pero no aspiramos —así lo creo yo— a reemplazar a una de las grandes potencias.
Las élites brasileñas consideran —y tienen bases para ello— que deben aspirar a ser uno de los polos de poder e influencia del orden multipolar que se perfila. En el Hemisferio Sur americano no hay potencias que le compitan y, con 8.5 millones de kilómetros cuadrados, grandes recursos naturales y una población superior a los 200 millones de habitantes, es una aspiración natural.
¿Con esas diferencias podemos entendernos? Podemos, queremos y debemos: esta región del mundo será mejor con un diálogo fértil entre ambos países. El contenido del mundo al que aspiramos es muy parecido, porque ambos países tenemos retos semejantes en cuanto a justicia social, combate a la pobreza y desarrollo; digan lo que digan los opinadores internacionales, ambos países tenemos áreas de éxito y otras de fracaso abismal. Imaginamos una organización un tanto distinta para ese mundo —por ejemplo, en nuestras propuestas diferentes para una reforma a la ONU—, pero son visiones del mundo plenamente compatibles y cercanas.
Dicen los publicistas que no hay campaña que funcione si no hay buen producto. El Brazilian Moment y el Mexican Moment tuvieron material de primera para construirse: la extraordinaria historia de vida del presidente Lula y resultados igual de extraordinarios en lo social; y en el caso de México, el raro espectáculo del Pacto por México y la reforma a un sector, el energético, intocable desde 1938. El 98% de la población de ambos países no tiene acceso a la campaña de las publicaciones inglesas y americanas por comparar a ambos países, ahora favoreciendo a México, hace dos años a Brasil. En cambio, 98% en ambos países espera no momentos, no pequeños episodios de éxito, sino darle la vuelta de una vez al subdesarrollo: trabajemos juntos para ello. Y nos encontramos en Twitter. Mi apuesta: 2-1 favor México.
*Analista política
ceciliasotog@gmail.com
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