“Un hombre de fe y de familia”, así definió María Elena Bergoglio a su hermano mayor, Jorge Mario, en 2013, tras su sorpresiva elección como Papa durante el Cónclave celebrado en El Vaticano, luego de la histórica renuncia de Benedicto XVI.
María Elena es la menor de los cinco hermanos Bergoglio y, a sus 76 años, la única sobreviviente de esa familia argentina. Hoy vive en una institución religiosa en las afueras de Buenos Aires, bajo el cuidado de monjas, debido a su delicado estado de salud.
Desde que se convirtió en el Papa Francisco, Jorge Mario nunca volvió a pisar suelo argentino, una decisión que ha generado desconcierto político, críticas y, sobre todo, dolor entre quienes esperaban verlo regresar a su patria.
A pesar de los 11 años de diferencia entre ellos, María Elena y Jorge mantenían una relación entrañable. Sin embargo, la última vez que se vieron fue en 2013, antes de que él partiera a Roma para convertirse en el primer Papa latinoamericano. Desde entonces, los kilómetros y la salud los separaron físicamente, aunque nunca emocionalmente.
Los médicos recomendaron a María Elena no viajar al Vaticano. El trayecto era largo y las emociones demasiado intensas para su frágil estado. Así, el abrazo entre los hermanos se postergó… una y otra vez.
Pero en 2019, un emotivo gesto del artista Gustavo Massó logró lo imposible: llevar un pedazo de ella hasta Roma. Massó, amigo cercano del Papa, le entregó una escultura en forma de mano femenina, la mano de María Elena, junto con un mensaje grabado que decía:
“Mirá que me gustaría estar con vos y abrazarte. Creeme que estamos abrazados. A pesar de las distancias estamos muy abrazados.”
Francisco no pudo contener la emoción. Acarició la escultura como si estuviera tocando a su hermana, su familia, su tierra. Esa mano permanece desde entonces en su escritorio en el Vaticano, como símbolo de un vínculo que ni el tiempo ni la distancia pudieron romper.
Fue, sin duda, el abrazo que nunca ocurrió en persona, pero que sí se dio en el corazón.
