Dos convicciones marcaron la vida de Nelson Mandela, que se apagó ayer a la edad de 95 años.
La primera es que nadie puede ser enteramente libre mientras otros sean oprimidos.
La segunda, que un solo ser humano puede propiciar el cambio social si está completamente dedicado a su causa.
Madiba fue el último gran líder del siglo XX. Un luchador social que deja un legado de esperanza en un mundo cínico. Y un político que logró unificar a una nación dividida, al borde de la guerra civil, mediante el mensaje de la reconciliación.
Durante una parte de su fecunda vida, Mandela trató de liberar a su pueblo del yugo blanco mediante la lucha armada.
Actuó así presa de la frustración, tras recorrer el camino de la ley —fundó el primer despacho de abogados negros— y perder todos los casos que litigó en un sistema de justicia que apuntalaba el régimen de segregación racial, el Apartheid.
Así que se entregó al radicalismo y fue el estratega de una ola de bombazos, lanzada en 1961, para tratar de debilitar al gobierno sudafricano y lograr su rendición.
Pronto se dio cuenta de lo fútil que resultaba ese esfuerzo. No sólo porque su guerrilla carecía de preparación y el enemigo era militarmente más fuerte sino porque, como llegaría a darse cuenta, la minoría blanca actuaba más por temor a perder su forma de vida, en caso de que la mayoría negra tomara el poder, que por odio racial.
Condenado a cadena perpetua en 1964 —una sentencia que lo salvó de la pena capital—, Mandela ya había comenzado esa reflexión incluso antes de pisar su hoy famosa celda en la isla Robben, frente a la costa de Ciudad del Cabo, y ser etiquetado con el número de preso 466/64.
“No niego haber planeado sabotajes”, declaró al final de su juicio. “No lo hice por irresponsabilidad ni por amor a la violencia. Lo planeé de manera serena luego de evaluar el estado de tiranía, explotación y opresión sufrida por mi pueblo a mano de los blancos”.
A lo largo de 27 años en prisión, Madiba fue construyendo su historia de grandeza.
Su madre y su hijo murieron durante los primeros años de su condena, y su entonces esposa, de quien dependía su fortaleza emocional, fue arrancada de la custodia de sus hijas y colocada en arresto domiciliario y posteriormente encarcelada.
Pero Mandela mantuvo a raya el desaliento. Resolvió convertirse en el amo de su vida en prisión —capitán de su alma inconquistable, como dice el poema de William Ernest Henley que tanto admiró— y dedicar su rutina diaria a estudiar y conocer a sus custodios blancos, para entender sus motivaciones, sueños y expectativas.
Con el tiempo, el gobierno sudafricano encontró en Mandela una voz razonable con quien negociar un fin de régimen que llegaba inexorablemente. El país estaba de más en más aislado en el concierto internacional, pese a que el presidente Pieter Botha aseguraba que el sistema de segregación racial duraría para siempre.
Para 1985, muchos blancos habían optado por abandonar Sudáfrica, convencidos de que el país se encaminaba a la guerra civil.
Sin embargo, el sucesor de Botha, Frederik de Klerk, sabía que aquello había terminado y que la mejor opción de lograr una transición pacífica recaía en las manos de un preso de 71 años años de edad llamado Nelson Rolihlahla Mandela.
Liberado de la cárcel, Mandela tuvo la visión de unificar el país en vez de hacerse del poder mediante la exacerbación de odios y diferencias. Por ello compartió con De Klerk el Nobel de la Paz, en 1993.
Al año siguiente fue elegido primer presidente negro de Sudáfrica y continuó por el mismo camino. Entre sus primeros actos, se ganó el aprecio del líder de la efímera guerrilla blanca; invitó a comer al fiscal que trató de llevarlo a la horca treinta años antes, y designó embajador al funcionario que dictó duras medidas carcelarias en su contra.
Asimismo, enfrentó la tentación de sus correligionarios negros de retirar el nombre al equipo nacional de rugby, los Springboks, uno de los símbolos más venerados de la minoría blanca.
El perdón, enseñó Mandela a sus seguidores, es una fuerza eficaz para lograr el cambio. “El perdón libera el alma, pues hace a un lado el miedo; por eso, es un arma tan poderosa”, les dijo.
El gran Madiba se ha ido y, desgraciadamente, sus lecciones no perduraron entre sus sucesores en la Presidencia sudafricana, quienes se han dejado conducir por el rencor, no tanto contra los blancos como entre ellos mismos.
Sin embargo, queda el ejemplo de su lucha por zanjar mediante actos pacíficos las diferencias, y propiciar por la vía del diálogo el entendimiento entre distintos sectores de la sociedad.
Ojalá escucharan sus palabras quienes apuestan por acelerar las contradicciones políticas y económicas y dan rienda suelta al encono, el egoísmo, la duda sobre las intenciones del otro, el pisoteo de las leyes y la violencia callejera.