Les han llamado “policías comunitarias” y “autodefensas” pero ante lo que realmente estamos es la rápida creación de ejércitos irregulares al servicio del crimen organizado.
Es cierto que en algunos casos podemos encontrar grupos de ciudadanos preocupados por la falta de seguridad en sus localidades, sustituyendo en su tarea a autoridades municipales que han fallado sistemáticamente. Pero esas “policías” están armadas con viejos rifles y pistolas, incluso con palos.
Sin dejar de ser preocupante -e injustificable desde el punto de vista legal- que un ciudadano decida hacer justicia por propia mano, no está ahí la gran amenaza que se cierne sobre la seguridad pública y la seguridad nacional.
Cuando vemos grupos de personas encapuchadas y uniformadas, que portan armas automáticas de grueso calibre, que viajan en convoy y tienen un sentido de logística que toma por sorpresa incluso a las Fuerzas Armadas, estamos ante otra cosa.
La explosión de estos ejércitos irregulares constituye una fase más de la disputa por el control de territorio a grupos rivales y al Estado.
Son varios fenómenos los que se han concatenado para llevarnos a esta situación.
De entrada, la lenta conversión del antiguo entramado de control político -heredado de los tiempos del general Plutarco Elías Calles y dedicado durante décadas a proteger los intereses del sistema autoritario- en una verdadera política de seguridad al servicio de todos.
Parte de ello fue el desmantelamiento de las capacidades del principal aparato de inteligencia del país, bajo la convicción de que había servido al espionaje político. La premisa era cierta, pero el resultado fue debilitar las competencias para advertir las amenazas a la seguridad nacional, al tiempo que sobrevivió la práctica del espionaje político, como lo revelan decenas de grabaciones que hemos conocido en tiempos recientes.
La falta de policías capacitadas para hacer frente al enorme problema delictivo que se desprende de nuestra ubicación geográfica -México es zona de tránsito hacia el mercado más lucrativo de las drogas y, al mismo tiempo, mercado para las armas que abundan y circulan con facilidad en Estados Unidos y Centroamérica- hizo necesario el uso de las Fuerzas Armadas para hacer frente al crimen organizado, una tarea para la que no fueron creadas.
Desde que esto comenzó, el sexenio pasado, los grandes cárteles han modificado sus estrategias y tácticas para el combate con los militares.
Utilizaron a falsas organizaciones de derechos humanos para denunciar la presencia de soldados y marinos en las zonas que controlan, y cuando éstos cometían violaciones a las garantías individuales en retenes o patrullajes, los criminales ganaban por el ruido mediático que se generaba.
Simultáneamente, echaron mano de vehículos blindados en forma de tanquetas, en algunos casos rotulados con las siglas de los cárteles. Y adquirieron armamento cada vez más pesado para competir con el de las Fuerzas Armadas, como rifles de alta potencia y lanzagranadas.
Una tercera táctica fue apropiarse de la narrativa de las acciones de ajusticiamiento. La historia de México, particularmente la de las zonas serranas, está llena de la épica de personas o grupos que han tomado las armas para combatir a la injusticia de caciques o autoridades constituidas.
La mayor parte de los personajes que han encabezado estos movimientos han terminado en el martirio: Hidalgo, Morelos, Zapata, Villa… pero, más recientemente, los rebeldes cristeros de los años 20 y 30 del siglo pasado y los líderes guerrilleros de las décadas de los 60 y los 70.
La mayoría de los héroes de la historia oficial y la popular son personajes sacrificados en la cárcel o en el campo de batalla. Se sublevaron contra la injusticia y la opresión, pero sucumbieron ante un poderío superior. Sin embargo, siguen vivos en las consigas: su espíritu vive y la lucha sigue, su sangre sería vengada, etcétera, etcétera.
Nuestra historiografía es muy proclive a los mártires. Y los criminales, que son bastante menos ignorantes de lo que muchos lo suponen, lo saben.
Uno de los primeros grupos delictivos en jugar con estas inclinaciones de la conciencia popular fue la llamada Familia Michoacana y su desprendimiento conocido como Los Caballeros Templarios.
El dirigente de este grupo, Nazario Moreno, El Chayo, habría caído en un enfrentamiento en diciembre de 2010, pero nunca se encontró su cuerpo. Casi un año después surgieron evidencias y testimonios de que El Chayo no había muerto, con lo que se creó el mito de este líder criminal.
El segundo de la organización, Servando Gómez, La Tuta, apareció en un video el año pasado, vestido con uniforme camuflado, en una sala donde destacaban los retratos de Pancho Villa y el Ché Guevara, así como los símbolos religiosos usados por Los Caballeros Templarios.
En su mensaje La Tuta negó que su grupo fuera una organización de la delincuencia organizada. “Somos amigos de ustedes, somos amigos del pueblo”, dijo. “Somos una hermandad que nos regimos por unos estatutos y unos códigos”, que actúa “dentro de lo ilegal, con la mayor legalidad que se pueda”, agregó.
Y luego hizo un llamado a que “todos los grupos, llámense los del Golfo, los de Sinaloa, los de Jalisco y tantas organizaciones que hay en Guerrero”, a unirse contra Los Zetas y en particular contra Miguel Ángel Treviño Morales, alias Z-40.
En los siguientes meses comenzaron a aparecer grupos de “autodefensa” en el occidente de Michoacán, especialmente en la Tierra Caliente. La formación de éstos obedece a la expansión del Cártel Jalisco Nueva Generación, una mafia local que se ha ido convirtiendo en un cártel regional.
El grupo Nueva Generación, surgido a principios de 2010, se dio a conocer por su aversión a Los Zetas y su mensaje justiciero y nacionalista, muy similar al de los Caballeros Templarios. Irrumpió en Veracruz, con el mote de Matazetas, y es muy recordada la imagen que difundió allá, de hombres vestidos con pasamontañas y uniformes de color negro, así como su admiración por los paramilitares de Colombia.
Hoy están enfrentados con los Caballeros Templarios por el control de la zona limonera de Michoacán, donde opera desde hace décadas una agroindustria de mil millones de pesos al mes.
Ambos grupos tienen una proclividad por el control territorial. El conflicto se ha traducido en la instalación de retenes vigilados por “policías comunitarias” que supuestamente cuidan a la población de las acciones de los delincuentes, pero que en realidad son los ejércitos irregulares de los grupos delictivos enfrentados.
Estas “autodefensas” presumen sus armas de alto de poder ante los medios. Se mueven en convoyes. Detienen camiones de carga que luego atraviesan e incendian en los caminos de acceso a las poblaciones que “defienden”. Usan trascabos para desplazar tierra y crear barricadas.
Nada tienen que ver estos grupos con la desesperación que sienten millones de mexicanos por la falta de seguridad pública. Pasan por movimientos justicieros que protegen a la población, pero ésta cada vez más claro que sirven a los intereses de los cárteles. Los más notorios, a la Nueva Generación.
Lo peor que pueden hacer los mexicanos ante este fenómeno es comprar la versión de que son luchadores sociales en pos de una causa justa.
El camino de la seguridad pasa por la aplicación de la ley. Y para que esto ocurra, los ciudadanos deben exigir que las autoridades cumplan con su obligación constitucional de resguardar la vida y los bienes de los gobernados.
Eso implica, entre otras cosas, impedir que un grupo delictivo se apodere de todo un poblado mientras el grupo rival lo sitia e incluso impide la entrada de víveres, como ocurre actualmente en La Ruana, Michoacán.
Lo que estamos viendo actualmente en ese estado es consecuencia de muchos años de malos gobiernos, que han permitido que cada quien ande con su constitución particular y su propio sentido de justicia en el bolsillo.