Se acabaron las fiestas de fin de año: Las posadas, Noche Buena, Navidad, Noche Vieja. Y también se pasó el Día de Reyes, como primer festejo del nuevo año.
En fin que, una vez más, se terminó toda esa temporada de brillantes lucecitas, reuniones con los seres queridos, intercambio de regalos y alborozo desmesurado.
Pero ¿no te ha pasado -eventualmente- que cuando echas un vistazo “a posteriori” a todos esos días bulliciosos tienes que admitir que fueron un tanto agotadores y que te desgastaron (en todos los sentidos) o que hubo en ellos algunos momentos incómodos?
A mí me parece que en nuestro afán por aferrarnos a la idea de que las tradiciones deben seguirse ‘a pie juntillas’ muchas veces ocurre que hay quienes tienen que lidiar con situaciones forzadas; pues no faltan aquéllos que tienen la absurda idea de que todos deberían estar en la misma frecuencia de gran algarabía, de diversión sin límites. Y cuando hay alguien que se sale de lo programado, se arriesga a que lo consideren como un amargado aguafiestas.
Al respecto hay una frase, adjudicada al Papa Francisco -a quien respeto sin ser su fan- que estuvo circulando en las redes en días pasados y con la que coincido; he aquí una paráfrasis: “La Navidad, etc. podrían ser festividades menos ruidosas, pues -con más silencio- tendríamos también más paz (interior)”.
Pero ¿a quién le interesa sentirse así, especialmente en una época de celebraciones frecuentes? Lo que la mayoría quiere es fiestear y mantenerse en un estado eufórico tan prolongadamente como sea posible ¿no?
Claro que también estamos pletóricos de buena vibra hacia los demás y constantemente les deseamos ¡Felicidades y Prosperidad! a todos nuestros familiares, amigos y aun a los desconocidos… en esta temporada.
Aunque, cuando se nos baja la pila navideña todo vuelve a la normalidad (rutina, competitividad, egoísmo) y nos vamos olvidando, poco a poco, de los mensajes de paz y de buena voluntad.
No obstante, retenemos en la mente por un tiempo más, todo aquello que queremos para nosotros mismos y nos entretenemos acariciando nuestros propios sueños: objetos, afectos, reconciliaciones, estados (físico, emocional, etc.); sólo para enfrentar, más tarde, la opinión irónica de algún amigo: “¡No inventes! ¿Todavía crees en los Santos Reyes?”
Y esto, en cierto modo tiene sentido. Pues por una parte, lo que anhelamos no va a caernos del cielo. Y, por otro lado, las desilusiones suelen ser directamente proporcionales a nuestros deseos. O como dicen las antiguas filosofías orientales: A mayores expectativas, egos más lastimados y frustraciones más dolorosas.
Pienso que tener aspiraciones (de diversas índoles) no está mal, siempre y cuando busquemos las oportunidades para cumplir nuestras metas, pero SIN obsesionarnos con éstas últimas y -sobre todo- sin pretender alcanzar nuestros objetivos “caiga quien caiga”…
Lo aconsejable es tener la intención, ponerse en acción y fluir con las circunstancias. Nada fácil ¿verdad? Sin olvidar que nunca podrá ser bueno obtener puntos aparentemente favorables para uno si para conseguirlos hay que pisotear la dignidad de otros. Creo que éste es un principio ético básico.
Ten presente que hay algo inevitable en la existencia de todos que es: acumular recuerdos. Y éstos conformarán -quieras o no- tu historia personal. Son los registros que archivarás en la memoria mientras vivas.
Por lo que tal vez te convenga revisar, o incluso modificar, algunas de tus respuestas en cuanto a: Deseos: Ten cuidado, se te pueden conceder. Así como a la búsqueda de oportunidades: quizás algunas no te convengan (éticamente hablando).
Ojalá que en tus estados de cuenta personales no haya déficits graves que lamentar y que cuando abras tus archivos puedas respirar tranquilo y no tengas necesidad de hacer -como dijera Gloria Trevi en su popular canción- “(Un) recuento de los daños”.