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Los costos de la incertidumbre

Superiberia

Hoy no sabemos si el Congreso podrá sesionar en San Lázaro y en la torre de los senadores; no sabemos si se completará o no la reforma educativa.

No es verdad, o es sólo una verdad a medias, que los daños causados por los bloqueos y marchas de la Coordinadora apenas superen los 4. 5 millones de pesos, por los desmanes cometidos en San Lázaro y otro centenar de millones de pesos causados a comerciantes. Los costos son muy superiores: ¿Cuánto hemos perdido en horas laborables, en vuelos perdidos, en dificultades para trasladarse de un punto al otro de la ciudad, en la propia operación laboral, mercantil, de una ciudad de 20 millones de habitantes? Ese costo no se puede dimensionar.

Pero ese no es el mayor problema, el principal costo de estas movilizaciones trasciende la economía coyuntural: hay que recordar que hoy la economía nacional  no está funcionando como debería, como se había predicho. Apenas crecerá, si todo sale bien en estos meses, 1.8% anual (se esperaba que fuera de 3.5%
y la mayoría de los analistas consideran que terminaremos el año con apenas un uno por ciento de crecimiento del PIB); la que sí crece es la inflación: está ya en 3.5%  anual mientras el peso se deprecia frente al dólar y todo ello ha ocasionado que se perdieran 200 mil fuentes de empleo.

¿Qué todo eso es consecuencia exclusiva de las marchas de la CNTE? Por supuesto que no. La situación internacional juega en ello, los errores cometidos por el propio gobierno también. Pero lo cierto es que si las reformas no salen adelante, si no existen incentivos que permitan que la economía pueda afrontar esta etapa difícil, si los inversionistas ven que apenas 20 mil personas pueden bloquear algunos de los principales proyectos de transformación del país, no sentirán que existe la mínima seguridad jurídica necesaria para sus inversiones. Ese daño es imposible de cuantificar, pero son costos que pagan el país y su gente en forma cotidiana y que nos condenarán a la mediocridad.

Ahí está el verdadero desafío que imponen la Coordinadora y sus líderes.  No es un desafío policial ni de las autoridades capitalinas. Saben que lo que están haciendo pone en entredicho el modelo de desarrollo propuesto.
Por eso pueden decir que cuanto más se radicalice la situación más ganan. El problema no es que unos miles de señores hayan realizado acciones violentas o que hayan tomado calles. El problema es el pasmo de las autoridades en un momento límite de la vida política del país. No alcanza con decir que no permitirán daños a terceros o que existen límites que no se pueden superar: estamos ante un conflicto que trasciende lo local y que exige respuestas federales que van mucho más allá de un falso dilema de tolerancia o baño de sangre.

Lo que hay es incertidumbre. Hoy no sabemos, siquiera, si el Congreso podrá volver a sesionar en San Lázaro y en la torre de los senadores; no sabemos si se completará o no la reforma educativa; todo el cronograma legislativo que se había armado, ya quedó, aparentemente, para mejores horas: es casi imposible que tengamos una reforma energética en septiembre, mientras que la fiscal tendrá, de alguna forma, que hacer depender su suerte de la energética. Los grupos violentos ya han anunciado su megamarcha el primero de septiembre y vienen con toda la intención de quedarse por lo menos hasta el día 15. En medio comenzarán las movilizaciones de Morena y del PRD en contra de las reformas. ¿Qué harán las autoridades federales? ¿Cuál será la respuesta? Nadie lo sabe. El presidente Peña dará su mensaje del Primer Informe en Campo Marte, luego viajará a Europa y Turquía, el grito del 15 de septiembre se supone que será en Guanajuato y nadie sabe qué sucederá con el desfile del día 16. Todo eso exige respuestas políticas.

 

Lo cierto es que un país sin reforma educativa, sin reforma energética y fiscal,  es un país que estará condenado a vivir los próximos años, como decíamos, en la mediocridad. La administración Peña Nieto, a nueve meses de haber asumido el poder debe comprender perfectamente que no podrá vivir sus próximos cinco años bajo el chantaje y sin índices de crecimiento adecuados. Esa es la verdadera apuesta de la radicalización de la Coordinadora y los grupos que giran en torno a ella. Es una apuesta similar a la que afrontó el país en 1994-1995, cuyas consecuencias aún estamos viviendo. Ese círculo vicioso es el que tienen que romper las autoridades federales. El desafío al que están expuestos.

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