Por: Gilberto Nieto Aguilar / columnista
Como expresión de los cambios sociales y la situación mundial, hacia finales de la década de los ochenta del siglo XX comenzó a observarse en casi todos los países del mundo un viraje importante en el discurso político sobre educación. Los países en vías de desarrollo que lograron cierta cobertura, introdujeron temas de equidad, inclusión y calidad. México no fue la excepción.
Al iniciar la década de los noventa comenzaron políticas para asegurar el acceso y la permanencia de los alumnos de la educación básica y la mejora de los aprendizajes en el marco de la Declaración Mundial sobre Educación para Todos y las declaraciones de política educativa internacional efectuados en 1990 en Jomtien, Tailandia, auspiciados por la Unesco. México lo reflejó en los Planes y programas de estudio de 1993 y en la nueva Ley General de Educación.
El discurso de las últimas décadas se ha centrado en la calidad, la inclusión, la equidad y la vinculación del sistema educativo. Sin embargo, inmerso el País en un extraño proceso de simulación, de apariencias, de falta de seguimiento y evaluación de las metas, se ha cumplido el compromiso en la prédica y el papel, pero no en la realidad del aula.
Algo no se ha hecho bien. Tal vez distraen las encomiendas políticas de los ocupantes de la SEP, quienes parecen relegar la cuestión educativa. Lo cierto es que no se logra romper el círculo de vicios que arrastra el sistema político mexicano y que afecta gravemente al sistema educativo como parte del todo. Exonerando de las fallas del Sistema a los maestros, la conclusión es que dichas políticas y acciones no logran llegar a gran parte de la población, y la reforma de 2013 no toca apropiadamente el fondo del asunto.
La mejora de la calidad de la educación es un proceso multifactorial donde intervienen diversos factores que la condicionan. Algunos son biológicos (herencia, alimentación, diferencias individuales); sociales (medio ambiente, entorno socioeconómico y cultural, crianza, problemas de familia); pedagógicos (centralidad en el alumno, estilos de aprendizaje, métodos de enseñanza, competencias docentes, infraestructura escolar, materiales didácticos); psicológicos (actitudes hacia el estudio, memoria, motivación, atención-concentración, comprensión, necesidades especiales), actitud y preparación de los maestros.
El desempeño de los docentes en el aula no puede medirse frente a una computadora, por muchas evidencias y respuestas reflexivas que se exijan. El desempeño y aprendizaje de los alumnos tampoco puede inferirse de unas simples preguntas al docente. Las circunstancias y variables deben manejarse en el aula, con padres que apoyan y comprenden que la escuela se guía por un currículo oficial obligatorio diferente al que ellos recibieron cuando fueron alumnos. La educación (y la cultura) no sólo se construye en el aula: se va abonando cada día en el hogar, en la calle, en los enfoques mediáticos, en las actitudes e intereses de los grupos humanos.
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