Parafraseando a María Zambrano, pero en femenino: “Creían que íbamos pidiendo porque nos daban muchas cosas, nos colmaban de dones, nos cubrían, como para no vernos, con su ‘generosidad’. Pero nosotras no pedíamos eso, pedíamos que nos dejaran dar. Porque llevábamos algo que allí, allá, donde fuera, no tenían; algo que no tienen los habitantes de ninguna ciudad, los establecidos; algo que solamente tiene la que ha sido arrancada de raíz, la errante, la que se encuentra un día sin nada bajo el cielo y sin tierra; la que ha sentido el peso del cielo sin tierra que la sostenga”.
Palabras que puede refrendar Ana María Orozco Castillo. Ella, una de las más valientes mexicanas, encarcelada por venganza de quien fuera presidente de la Suprema Corte de Justicia de este país, quien sin pudor alguno, dice: “Reconozco que me dejé llevar por mis emociones de desconcierto por la situación que, en ese momento, mis hijos vivían a lado de su madre, no lo creí justo, ni para ellos ni para mí”. ¿De qué habla? ¿De una propiedad pequeña, puesta a su nombre? ¿Eso es injusto? ¿Eso amerita la cárcel de la madre? No entiendo.
Aquel poderoso presidente de una (¿extraña, sumisa, rara?) Suprema Corte, a quien el ministro Sergio Valls, el día en que deja el puesto el señor Góngora, describe como “juzgador inquieto” y le reconoce como “un impartidor de justicia de los que no descansan en la búsqueda de ideas nuevas y progresistas” (que mejor hubiera hecho en sólo intentar entender la palabra justicia); siempre, subraya Valls, “dando muestras de valentía, asumiendo con responsabilidad las consecuencias de sus decisiones, por polémicas que sean”. ¿En verdad cree ahora eso mismo, ministro Valls?
Y la ministra Sánchez Cordero le dijo: “Abandonas una silla que no podrá sacarse de encima el peso enorme que en ella dejas, una silla que debiera, como en las academias, tener un número permanente, así de indeleble es tu huella en lo institucional y en lo personal”. Ministra Cordero, ¿puede decirnos ahora, qué tipo de huella indeleble ha dejado este señor Góngora?
El señor Góngora Pimentel, en 2009, se refiere a su esposa, Ligia de la Borbolla, ausente en la sesión, por motivos de salud. “Le dedicaré mi tiempo y mi cariño a mi querida esposa. Gracias por tu apoyo Ligia”. ¿Y qué palabras para sus hijos? ¿Y para la mujer de nombre Ana María, su amante? Esboza, para los abogados, una ingente labor: “Quienes nos dedicamos al derecho estamos obligados a trabajar por su rehabilitación”. Con su ejemplo, ¡mejor, ni para qué!
Decía entonces, muy seguro: “No es posible seguir con modelos de la Ilustración, donde el juez no era otra cosa que una máquina, un ser inanimado que sólo pronunciaba mecánicamente la letra de la ley”. ¿Preferimos un cínico? ¿Un hipócrita? ¿Un claro ejemplar de la doble moral? ¡¡¡Uf!!! Y todavía se atreve a lanzar una crítica al “modelo decimonónico” que, según él, “no hace crecer al derecho y, por el contrario, lo empobrece y lo sepulta”.
Creo que sus palabras han sido su epitafio. Este pobre hombre, de apellido Góngora Pimentel, no ha hecho más que empobrecer la justicia de este país. Eso, que según dicen es sagrado, los hijos, a él no le han interesado y ha estado dispuesto a darlos en adopción, con tal de vengar el agravio que siente al ser “retado” por una mujer, que buscó dar a sus hijos sólo bienestar. Que, además, es la madre de sus hijos.
Increíble en un país “democrático” del siglo XXI.