Está de moda hacer leyes para cuanto problema aparece en México. No hace falta remontarse muy atrás y contar las centenas de reformas constitucionales que se han hecho desde que se promulgó la Constitución (más de 600). Tampoco el número de leyes federales (286) y sus incuantificables modificaciones. Ni hablar de los reglamentos (544) y otros ordenamientos jurídicos que simplemente son innumerables.
Cada vez que aparece un problema se inventa una ley para resolverlo. Cada vez que se comete un acto de corrupción se trata de atajar la conducta delictiva por la vía de la legislación. Si se sigue cometiendo, se elevan las penas.
Va una muestra de esta costumbre al azar.
Se presenta un disturbio en el estadio Jalisco y modificamos la Ley de Cultura Física y Deporte, aunque los delitos cometidos en el partido Chivas-Atlas ya estaban codificados.
La prensa denuncia a los hospitales por impedir el ingreso a las mujeres a punto de dar a luz y se discute modificar la Ley General de Salud y el Código Penal Federal para separar de la institución a funcionarios y castigar con cárcel de hasta cinco años a los médicos que nieguen atención a las mujeres embarazadas.
Los estados no reportan adecuadamente sus finanzas y abusan de su potestad de endeudamiento y se promueven (aunque no han sido aprobadas) las leyes de contabilidad gubernamental y de responsabilidad financiera de las entidades federativas.
México presenta una baja productividad laboral y se reforma la Ley Federal del Trabajo con el fin de elevar nuestro desempeño.
Se “descubre” que los gobernadores capturan a los consejeros de los institutos electorales locales y modificamos la Constitución para sustraer la facultad de nombramiento a sus congresos que también, se dice, están capturados.
El Gobierno del DF recibe noticia de las irregularidades en los giros comerciales de la ciudad y reforma la Ley de Establecimientos Mercantiles.
Los gobiernos delegacionales perciben el desordenado y caótico crecimiento de las colonias y recetan a los vecinos un Plan Parcial de Desarrollo para su colonia.
Los contribuyentes son morosos y se establecen fechas perentorias para el pago de las tenencias.
Los funcionarios públicos abusan de sus puestos para otorgar contratos al sector privado, se inventan las licitaciones.
Se reconoce el problema de no contar con un registro ciudadano y se reforma la Constitución para mandatarlo.
¿Y luego? Pues simplemente no se atiende la administración, no se asegura la gestión y no se aplica la sanción en caso de incumplimiento. Seguimos sin cédula de identidad ciudadana después de 20 años, se recurre al expediente de declarar desierta la licitación como en el caso de la Línea 12 del Metro y se asigna la obra directamente, los planes parciales de las colonias simplemente se ignoran y se colocan establecimientos mercantiles en zonas prohibidas mediante sobornos, la productividad laboral no sólo no crece sino que disminuye, las entidades continúan sin adaptar su contabilidad y las deudas siguen aumentando, algunos despistados pagan su tenencia a tiempo para descubrir que al día siguiente del vencimiento el gobierno favorece a los morosos con una prórroga y, así, sucesivamente.
A pesar de la evidencia seguimos creyendo que las “reglas correctas” resuelven las “conductas incorrectas”; que los comportamientos como las leyes, se pueden decretar.
Los políticos mexicanos tienen un sesgo a favor de la emisión de leyes, como si fuéramos un ejemplo mundial en materia de legalidad, pero no son tan proactivos cuando de administrarlas y gestionarlas se trata.
México es uno de los países con mayores cargas regulatorias. Ocupa el lugar 111 de 134 países que son medidos por el Foro Económico Mundial (2014). No es claro qué lugar ocuparíamos en una clasificación de calidad de las leyes en distintas materias, pero sí es claro en qué lugar estamos en materia de cumplimiento. Ocupamos el lugar 105 en desvío de recursos públicos, el 98 en eficiencia del marco legal, el 88 en sobornos, y el 86 en favoritismo en las decisiones de los funcionarios públicos. El problema no está reservado a los políticos, las empresas privadas ocupan el lugar 88 en cuanto a la ética de su comportamiento.
Llevamos, pues, muchos años haciendo leyes y no vemos sus beneficios, ya sea porque no están bien instrumentadas o porque simplemente no se cumplen sus preceptos. La emisión de leyes y reformas ayudan a construir reputación, arrojan señales positivas y pueden generar apoyos pero, por sí solas, no generan resultados. Su influencia ha sido limitada y no parecen haber mejorado el desempeño del gobierno o de la economía. Hacer leyes no cuesta gran cosa. Puede incluso ser inofensivo. Ponerlas en operación es mucho más difícil. Hacer leyes es gratificante, cumplirlas es costoso.
Podríamos abandonar esta manía o este sesgo a favor de la emisión o transformación de las leyes e invertir el enfoque. Pocas leyes pero bien gestionadas y sobre todo bien practicadas.