Históricamente, las reformas estructurales se llevan a cabo en un contexto de crisis económica e inconformidad social. En todo el mundo, los procesos de cambio se ven forzados por circunstancias de extrema urgencia que obligan a los gobiernos a tomar dolorosas medidas que, por lo general, son impopulares.
Cuando Enrique Peña Nieto tomó las riendas de la Presidencia, en diciembre de 2012, pocos imaginaron que sería posible acabar con la sequía de transformaciones que había caracterizado a los dos gobiernos anteriores. El priista no recibió un gobierno envuelto en premuras económicas. Por el contrario, las administraciones panistas mantuvieron un sano equilibrio en las finanzas públicas, aunque las cifras del crecimiento continuaron siendo insuficientes.
El Presidente logró activar la maquinaria legislativa, produciéndose una serie de reformas profundas que eran necesarias para sacar al país del estancamiento. La actual legislatura ha sido la más productiva de las últimas décadas, echando abajo el mito de que el Ejecutivo no puede negociar con eficacia con el Congreso.
En la Cámara de Diputados se están viviendo los últimos días de fragor político rumbo a la aprobación de la legislación secundaria en materia energética. El Senado ya ha hecho su parte y ahora se afinan detalles críticos que deberán garantizar que los cambios aprobados tengan un aterrizaje virtuoso en el complejo terreno de la realidad.
La coalición entre PRI y PAN se ha mantenido firme ante los embates de la izquierda parlamentaria, tal y como se preveía desde hace algunos meses. El debate que han dado los opositores a la modernización en el sector energético se ha caracterizado por su espíritu polarizado y dogmático, sintetizándose en la ridícula expresión de que quienes impulsan la reforma son simplemente “traidores a la patria”.
Sin presentar alternativas realistas a la crisis que vive el sector energético nacional, la izquierda mantiene un discurso populista que tiene puestos los ojos en la consulta popular de 2015, estrategia que buscará ser su punta de lanza para el proceso electoral del año próximo.
En ese contexto de descalificaciones, la voz del secretario de Hacienda, Luis Videgaray, ha contribuido con argumentos sólidos a explicar la racionalidad de la reforma en su conjunto, así como la necesidad de revisar el pasivo laboral de Pemex para garantizar su competitividad en el nuevo régimen por venir.
Con claridad, Videgaray señala que “es una buena idea” que el gobierno federal asuma directamente una parte del pasivo laboral de Pemex, bajo la condición de que la empresa y su sindicato alcancen un acuerdo para reformar el régimen de pensiones actual.
Considerando que uno de los objetivos cruciales de la reforma es fortalecer a Pemex ante un nuevo entorno de competencia, esta modificación resolvería una de las debilidades financieras más graves que Pemex tendrá que enfrentar en las décadas por venir. Ante esta circunstancia, es indispensable que la paraestatal disminuya su pasivo laboral mediante reformas que cuenten con el respaldo de sus trabajadores.
BALANCE
Para lograr el objetivo deseado será necesario el establecimiento de un artículo transitorio a la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria que garantice que en el futuro el gobierno federal podrá asumir una proporción de la obligación de pago de las pensiones y jubilaciones en curso, siempre y cuando se logren acuerdos oportunos entre la empresa y sus trabajadores.
Confundir a la opinión pública con mentiras y alertas falsas, como lo han pretendido muchas voces que se oponen a la reforma, es una actitud irresponsable que ignora que el régimen pensionario de la paraestatal siempre ha sido respaldado por el gobierno federal y puesto de manifiesto en cada Presupuesto de Egresos de la Federación desde que se fundó Pemex. Luis Videgaray ha explicado con precisión por qué es indispensable modificar el statu quo. No hacerlo sería atentar contra las posibilidades de Pemex en un nuevo entorno de brutal competencia.
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