Justo cuando creía que aquellos temerarios que antaño solían colgarse de la parte trasera de un camión o trolebús para ahorrarse unos pesos habían desaparecido, estrenando este 2013 me tocó ver a un par de muchachos en Eje Central que viajaban colgados de una unidad, y de inmediato recordé las fotografías de Nacho López, donde alguna vez aparecieron aquellos kamikazes urbanos en los años 50.
La tradición de “las moscas” se remonta a los tiempos de la famosa huelga petrolera, cuando muchos ciudadanos convertían a los escasos transportes en verdaderos panales sobre ruedas y más tarde en avenida Niño Perdido con los chamacos vendedores de chicles, que se trepaban al “cabús” del trolebús para ampliar su zona de ventas.
A esos pioneros les siguieron los vendedores ambulantes de chácharas y poco después los obreros y estudiantes, que por cada viaje gorreado, podían cooperar con unos pesos más para el alipús de la hora del descanso o comprar una flor para la muchachona en turno.
Más tarde, los oficinistas se unieron a la hermandad de “moscas”, y aunque sus corbatas volaban cual bufandas de pilotos de avioneta, el sabor de aquellos trayectos acababa con cualquier estrés, producto del encierro cotidiano.
Para principios de los años 70 no había trolebús que no viajara con algunos polizontes en la retaguardia, convirtiéndose en un espectáculo urbano tan común como los tragafuego de hoy en día.
Con el tiempo, la moda terminó por institucionalizarse, y hasta los policías de crucero pasaron a formar parte de aquel club del “viaje gratis”, no faltando el malora que desde un coche cercano les arremetiera un certero riatazo en las tepalcuanas, por aquello de la venganza ciudadana contra los mordelones.
Aunque la mayor parte del tiempo la velocidad de los trolebuses no era mayor a la de una bicicleta, y los polizontes, si se agarraban bien, podían viajar igual que en los viejos tranvías de principios del siglo XX, un funcionario del departamento del Distrito Federal afirmó que se combatiría la práctica de “las moscas” porque “exponía no sólo al gorrón de pasaje a sufrir algún accidente, sino a los vehículos cercanos”.
Por un tiempo, los policías de tránsito hicieron como que cumplían órdenes y comenzaron a bajar a todas “las moscas”, esperando sacar provecho propio a costa de las “nuevas disposiciones”.
Lo malo es que los trepadores tenían la excusa perfecta para no dejarse morder.
Con explicar que estaban tan brujas que ni para el boleto les alcanzaba, echaban abajo las esperanzas de los tamarindos (agentes de Tránsito que usaban uniforme color café) de recibir alguna mordida. Durante un tiempo existió la leyenda urbana de que los cables que sobresalían del trolebús y ascendían hasta las extensiones de los postes podían carbonizar en unos segundos, y no faltó el “experto” que asegurara que “las moscas” agarraban un solo polo eléctrico, pero que era sólo cuestión de tiempo para que ocurriera una tragedia.
Pero pronto uno de esos útiles ociosos, nomás para ver si era cierto, puso valientemente las dos manoplas en los cables, y comprobó que todo era un cuento chino para sabotear a la respetable “Logia de Moscas y Similares”.
A finales de los 70, “las moscas” resurgieron cual ave fénix a adornar por algún tiempo más el panorama capitalino, según recuerda el lector Horacio Nivón, quien durante sus años de estudiante, confiesa no haber pagado nunca pasaje, y por este medio envía un agradecimiento a los operadores del viejo gremio de trolebuses por manejar despacito y tratar en lo posible de evitar los baches, por aquello de los peligrosos brincos de culetazo que ¡ah cómo calaban el esqueleto!