El paulatino regreso de los contingentes magisteriales de la CNTE a sus lugares de origen cerrará en las próximas horas una coyuntura que dejó al descubierto límites y alcances de nuestro sistema político.
Al final, todos ganaron y perdieron algo. El presidente Enrique Peña y sus secretarios de Gobernación, Miguel Osorio Chong, y de Educación Pública, Emilio Chuayffet, afrontaron por primera vez una crisis que descarriló el mito de que el PRI sí sabía cómo hacerlo.
Pero esa misma crisis le abrió la puerta a un modelo de negociación inédito en el que gobierno y oposición, por la vía institucional del Congreso, diseñaron una ruta de salida para un conflicto social: la inconformidad de un sector que —llámese la CNTE o el SNTE— perderá sus privilegios gremiales en un esquema con incentivos a la calidad.
Las advertencias de los maestros, que seguirían ahorcando a la capital, impidieron calibrar lo conseguido: nuevas reglas de ingreso, permanencia y promoción para más de un millón de profesores. Y acuerdos federales y locales para el desahogo de sus inconformidades sindicales.
La tensa e incierta situación puso a cada quien en su lugar: evidenció a unos gobernadores acostumbrados a comprar con arreglos discrecionales “la tranquilidad”.
Y orilló al jefe de gobierno capitalino, Miguel Mancera, a escuchar los señalamientos de una Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) que prendió los focos amarillos sobre el daño que representa para los gobernados una autoridad omisa.
El precedente establecido por el ombudsman Raúl Plascencia Villanueva rompió la zona de confort en la que pretendían moverse las autoridades del DF, e institucionalizó la queja de miles de ciudadanos que buscaban la reivindicación de su derecho a la libertad del libre tránsito.
Fue una coyuntura que mostró los márgenes de acción de los partidos y sus dirigentes, en su condición de firmantes del Pacto por México. Porque esta vez, debían cumplir lo acordado con el gobierno de Peña: conseguir los votos que en San Lázaro le dieran legitimidad a la Ley General del Servicio Profesional Docente.
El PAN de Gustavo Madero supo, pese a sus diferencias internas, capitalizar el momento para defender la sustancia de la reforma educativa y rechazar los daños ciudadanos afectados por las marchas y los bloqueos.
De manera que la postura de los panistas —la de preservar la obligatoriedad de la evaluación y sus consecuencias laborales en la ley— resultó clave para que el gobierno y el PRI se movieran en el centro del cabildeo, atemperando así los reclamos de la CNTE, mismos que diputados y senadores del PRD reivindicaron en el Congreso.
Pero la dirigencia de Jesús Zambrano también hizo su parte, al asumir por primera vez el costo de ser retórica y públicamente señalado como “traidor” por un movimiento magisterial cuyo discurso contra el statu quo le impide admitir que en la mesa de negociaciones ganó varias de sus demandas.
Es cierto que en el origen de la crisis, cuando los profesores destrozaron vehículos en San Lázaro en protesta por la aprobación del dictamen de esa ley, los perredistas presionaron a Peña para evitar su votación y dar paso a otro documento que eliminara los aspectos punitivos, como la difusión pública de los resultados de la evaluación.
Pero también es cierto que, al final, Zambrano consiguió que una parte de la izquierda legitimara este nuevo servicio profesional docente que lenta, pero irremediablemente le dirá adiós a los más de 22 mil comisionados sindicales y a la venta o herencia de plazas, al tiempo que detectará mediante la evaluación al personal sin la formación suficiente para reasignarlo a tareas administrativas.
El cambio está hecho. Y ahora es más fácil distinguir a los líderes parlamentarios que operan a favor de un acuerdo para la gobernabilidad de un conflicto, de aquellos que dan prioridad a sus apuestas personales como los senadores Miguel Barbosa, jefe de los perredistas, y Manuel Bartlett, del PT, ex titular de Educación que en su momento sólo administró lo existente.
Destaca un Miguel Alonso Raya, vicecoordinador de los diputados del PRD, quien promovió el diálogo entre sus ex compañeros de la CNTE, el gobierno y los legisladores. Y en tribuna asumió la defensa de ajustes hechos a la ley, frente a 40% de sus compañeros de bancada que la votaron en contra.
Sobresale también un Manlio Fabio Beltrones, al frente de los priistas en San Lázaro, quien cuidó sin tropiezos la representación del partido en el poder, consiguiendo conciliar la negociación de los acuerdos a puerta cerrada con las formulaciones parlamentarias.
Fue una crisis que mostró la fragilidad de las instituciones en una sociedad desigual y profundamente injusta. Sí, pero también fue la primera gran coyuntura en la que un gobierno y su Congreso fueron capaces de dar respuesta conjunta a un movimiento radicalizado en su quehacer político.
La izquierda dialogante lo hizo posible, después de que —oh paradoja— el gobierno de Peña amagara con dejar el Pacto si los perredistas no cumplían. ¿Podrá sostenerse el PRD en esta vía? Esa es la pregunta.