Por: Verónica Carbajal García / columnista
Nueve muertes de un jalón. Ocurrieron el miércoles 7 de este febrero loco, en conurbación de Ciudad Mendoza a Río Blanco. Delincuentes y civiles, las víctimas. Esto fue Veracruz, donde sólo ese día, sumaron 14 fallecidos de manera violenta, de acuerdo a reportes de medios en diferentes municipios de la Entidad.
Y nosotros, espectadores devorados por la información que circula en medios y redes sociales, nos enteramos de la confusión, el desconcierto y el caos que suelen acompañar a un día tan violento, porque en las persecuciones y balaceras no sólo caen los malos, sino también ciudadanos inocentes.
Entonces anhelamos el orden y la justicia, el respeto y el amor por el prójimo, con la esperanza de un freno a tanta ferocidad y saña humana.
Notas informativas, infografías, reportajes, vídeos y hasta memes, se han encargado de dar cuenta de las cifras brutales de ejecutados en México, donde hasta diciembre del año pasado, los números indicaron 80 asesinatos por día, según fuentes del propio Gobierno, referidas en medios
nacionales e internacionales.
Y en específico en Veracruz, donde hay un profundo reclamo ciudadano al Gobierno que prometió un cambio, no visto aún, porque las cifras van in crescendo, sólo basta ver los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública de la Secretaría de Gobernación cuyas estadísticas de “Incidencias delictivas del fuero común”, reportadas por las Procuradurías de Justicia y Fiscalías Generales de las entidades
y por la Procuraduría
General de la República en el fuero federal, dicen que en Veracruz en 2017 hubo 1,641 homicidios dolosos, que divididos entre los 365 soles vistos en un año, arrojan casi 5 muertos por día. Unos días más, otros menos. En diciembre de ese mismo 2017, hubo una fecha en que se habló de un ejecutado cada tres horas. Así de grave, así de intermitente la violencia.
Hablar de muerte no es lindo, expresarían los jóvenes “millennials” y “centennials” de hoy, y en verdad no lo es. Recuerdo cuando leí “Las intermitencias de la muerte”, de José Saramago. Me dejó el ánimo pasmado, perplejo, no sabía qué pensar. Creí, tenía razón sobre el caos humano si un día simplemente dejáramos de morir: “Al día siguiente no murió nadie”, escribió.
Pero así como en la novela todo sale del orden, porque las personas dejan de morir, aún aquellas que estaban en sus últimos momentos, también vemos en la realidad, en la existencia verdadera, la de ayer y hoy en Veracruz y en México, que cuando hay muertes en exceso, hay una vorágine de desconcierto, desorden y angustia, porque el miedo invade las calles, a las
familias, a la sociedad.
“La ausencia de la muerte es el caos, es lo peor que le puede ocurrir a la especie humana, a una sociedad”, dijo el escritor en vida, y agregaría yo: también la presencia de la muerte es el caos, cuando se produce de manera violenta, criminal, y en cifras anormales,
rebasando lo cotidiano.
Cuando lo entrevistaron, sobre su novela, Saramago dijo, “nuestra única defensa contra la muerte es el amor”. Si tan sólo hiciéramos más caso.
Ese amor que han predicado muchos: Jesucristo, la Madre Teresa, Gandhi, Juan Pablo II, amor que también está en todas las religiones, y culturas del mundo. Amor, con ataduras o libre como el de Osho. Y porque pese a todo, todavía somos más los buenos que los malos; y seguro es el amor que sí existe, lo que todavía sostiene a este mundo y cura las heridas de la violencia. Como dijo la Madre Teresa: “No necesitamos pistolas para traer la paz, necesitamos amor y compasión”.
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