La ciudad se respira limpia en estos días, y nos permite encontrar placeres que deberían de ser cotidianos. La circulación es fluida y a lo lejos se yerguen, orgullosos, los volcanes en todo su esplendor. El ambiente que se respira es de tranquilidad y, al menos durante esta semana, parecen quedar muy atrás los días agitados que hemos vivido en los últimos tiempos.
Así debe haber sido en la antigüedad, cuando el imperio azteca se encontraba en todo su esplendor. El comercio entre la ciudad y las orillas del lago, la cultura floreciente, el dulce lenguaje que todavía llega a nosotros en los nombres de nuestros lugares, de nuestros alimentos, de nuestras personas. Nuestra herencia incomprendida, las tradiciones que en buena medida nos definen el sentido de la patria.
Los aztecas eran un pueblo singular, sin duda alguna. Un pueblo sediento de sangre, aunque no precisamente en el sentido actual. Un ejemplo clarísimo es el de las Guerras Floridas, mismas que no tenían como objetivo la resolución de un conflicto, sino que eran parte de un ritual, eran parte de su credo. Los aztecas hacían la guerra para apaciguar a sus dioses y para probar sus propias capacidades: así, los jóvenes guerreros podían subir, poco a poco, en el escalafón mientras demostraban sus habilidades tácticas, su valor, su entrega. La existencia de un conflicto real era intrascendente cuando el objetivo era la guerra en sí misma.
Volvamos por un momento al México actual, al México del siglo XXI. Un país que trata de encontrar su lugar en el mundo, y que intenta evolucionar para ser más competitivo, más moderno. Pocas objeciones podrían encontrarse, en abstracto, para la ambición de vivir en mejores condiciones. Por eso la necesidad de recapitular, de hacer un balance de lo bueno y malo, de eliminar lo que no sirve y mejorar lo que es conveniente. Esto no puede ocurrir sin diálogo, sin negociaciones, sin la voluntad constante de hacer las cosas de manera correcta. Por eso el asombro ante la cerrazón de algunos grupos que, parecería, quieren ver a nuestro país en las condiciones que finalmente desembocaron en el precipicio económico de principios de los 80.
Cerrazón parecería ser la palabra adecuada. De otra manera, es difícil entender que los mismos grupos se opongan, siempre, a todo. Si un gobernante viola flagrantemente la ley y tiene que asumir las consecuencias al retirársele el fuero, protestas en la calle y enfrentamientos. Si un sindicato corrupto desaparece, protestas y violencia en las calles. Si los maestros deficientes y corruptos toman las calles, manifestaciones y más conflicto. Si se reforma la ley para que la nación entera tenga más oportunidades, la fórmula es la consabida: protestas, violencia, calles cerradas. Siempre es lo mismo, la protesta sobre el diálogo, el “no porque no”, el gusto paranoide por la conspiración de los grandes capitales en contra del concepto ambiguo de “pueblo”, que por lo visto no engloba a quienes no están de acuerdo con ellos.
Cerrazón, paranoia, victimismo perpetuado. ¿De qué otra manera se puede explicar la actitud de los encapuchados que parecen encontrar su razón de ser en el enfrentamiento directo, en liarse a golpes con la policía a la menor oportunidad? ¿Qué otra razón puede mover al político que se da cuenta de que el país se desmorona y necesita cambios urgentes, profundos, pero prefiere abandonar la mesa de negociaciones y llamar a una protesta que de antemano sabe será estéril? ¿Cómo vivir con la conciencia de la oportunidad desperdiciada, del daño y las afectaciones a la sociedad entera? ¿Cómo enfrentar la responsabilidad histórica de la negación sistemática?
Tal vez el gusto por la calle, las consignas, los enfrentamientos, tiene un origen distinto al de la mera cerrazón. Tal vez la protesta metódica es parte de su propio credo, de su naturaleza, de su razón de ser. En este sentido, poca diferencia habría con aquellos aztecas que, salvadas las diferencias de los fines de unos y otros, salían a hacer la guerra sin motivos reales. La guerra era, para los aztecas, un fin en sí mismo. De la misma manera en que la protesta, en estos tiempos, se ha convertido en lo mismo: la oposición continua es un fin, más que un medio.
No se trata, por supuesto, de prohibir las manifestaciones. Existen causas justas que deben ser discutidas por canales alternos, que deben ser puestas ante la palestra de la opinión pública por el interés de la comunidad entera. Pero la protesta sistemática y violenta, la negación de las ideas del otro, la sevicia de los embozados al golpear policías, la afectación irresponsable al resto de la sociedad, son sólo algunos de los fenómenos que han despertado el interés por regular las manifestaciones públicas. Exactamente como ocurría en la época prehispánica, las modernas guerras floridas se librarán bajo acuerdo de las partes y con reglas determinadas. Para algunos es un despropósito, para otros un gran acierto, pero la pregunta que no puede quedar en el tintero es una sola, para los dos bandos: ¿realmente teníamos que llegar a este extremo?
Vivan la ciudad en estos días, por favor. Es espléndida, y debería ser siempre así. Vale la pena.