La política no es un ejercicio de lo romántico sino de lo real. Su insumo básico, como diría José Ortega y Gasset en su Mirabeau, es una materia sólida y rígida que conocemos con el nombre de “realidad”. Pero también nos dice el padre del racio-vitalismo que su propósito esencial es transformar esa realidad y que eso sólo se logra con un componente dúctil y maleable al que solemos llamar “imaginación”.
Por eso, la política debe ser realista y nada más. Pero el político debe ser algo más que realista. Debe ser imaginativo.
Con esto quiero decir que el ejercicio político es propio y exclusivo de la especie humana, que es la única dotada de facultad imaginativa. Ninguna bestia podría ser un político debido a que es realista a plenitud. Sólo comprende lo que existe en la realidad y carece totalmente de imaginación. Sólo el hombre puede, además de ser realista, ser surrealista si entiende lo que no es, ser suprarrealista si entiende lo que puede ser y ser idealista si concibe lo que quiere que sea. Desde luego, ello siempre que pueda distinguir todos esos diferentes mapas mentales. Si los confunde es un esquizofrénico o es un imbécil.
Por eso mismo, ningún bruto puede ser un verdadero estadista, mucho menos ser un visionario y ya no se diga ser un caudillo. Por eso es innegable el aristotélico zoon politikon que nuestros maestros se esforzaron por inculcarnos, aunque fuera casi “a fuerzas”.
Porque, también, el verdadero político está capacitado para tomar muchas advertencias de aquellas conclusiones que puede derivar tan sólo de premisas imaginarias. La simpleza de negar el “hubiera”, así sin más nada, es otra brutalidad. Equivale a negar la existencia de los tres más importantes métodos de análisis mental de lo imaginario. Esos tres ejercicios son la hipótesis, si lo imaginado puede comprobarse; el teorema, si la comprobación no es posible; y el axioma, donde la comprobación no se requiere.
Entender y aceptar lo que no es o no ha sido es un ejercicio contrafactual que puede ayudarnos a entender mucho de lo que sucede en la realidad política, así como en nuestra realidad personal. Por ejemplo, si yo fuera un joven de pocos años me esforzaría en muchos logros propios de la juventud. Pero como soy un hombre en edad madura me esfuerzo por otras cosas muy distintas. Lo factual me ayuda en mi realidad. Lo contrafactual me sirve en mi imaginación. Pensar en la edad que tengo me ayuda a ser responsable. Pensar en la edad que no tengo me sirve para no ser ridículo.
En materia de política, el ejercicio contrafactual nos ayuda a confirmar las coordenadas de nuestras suposiciones. Pensemos, por un momento, lo que debió haber sido el gobierno de Peña si se hubiere iniciado antes o después, y lo que debe ser en el tiempo actual y real. A Enrique Peña le sirve pensar lo que Vicente Fox debiera haber hecho y no hizo, así como lo que deberá hacer el Presidente dentro de dos sexenios.
Tan sólo tomemos dos coordenadas de simples seis años y tan sólo una designación mínima para el destino nacional. Si Enrique Peña hubiera asumido su mandato en el año 2000, algo le debería a Ernesto Zedillo. Carlos Salinas ni los salinistas jamás habrían estado cerca de él. Su operador básico no sería Miguel Ángel Osorio, sino alguien de conexiones zedillistas. Quizá Francisco Labastida. Quizá Liébano Sáenz. Y sus programas económico y social serían otros y no éstos.
Pero si hubiera asumido en 2006 las cosas hubieran sido muy distintas. Los priistas ya tendrían fuertes resentimientos contra Zedillo por el Episodio Fox. El operador básico hubiera sido un anti-zedillista. Quizá Roberto Madrazo. Quizá Emilio Gamboa. Por reacción antipanista, los programas esenciales hubieran tenido un fuerte aroma progresista. El bienestar hubiera sido un tema preeminente al de la seguridad.
Ahora pensemos hacia adelante e imaginemos que Peña Nieto asumiría en 2018 o en 2024. ¿Qué clase de país le gustaría recibir? ¿Cómo será el México de entonces, cuáles serán sus problemas, sus necesidades, sus esperanzas y sus angustias?
No estoy hablando, tampoco, de preferencias sino de conveniencias. El gusto presidencial es un elemento muy escaso en la política real. Los presidentes que en verdad lo son no se dejan llevar por lo que les gusta sino por lo que conviene a ellos o a la nación. Charles De Gaulle solía hablar en tercera persona para referirse a algo que le gustaría a De Gaulle, pero que jamás lo aceptaría del Presidente de Francia.
En fin, las circunstancias y el tiempo son las coordenadas básicas en las que se inserta un gobierno. Entenderlo es el privilegio de los pocos elegidos. El ejercicio contrafactual es un buen asesor para el gobernante en el tiempo de su realidad. Le dice lo que quedó pendiente y le advierte lo que deberá preparar. Le confirma o le reprocha promesas, programas, prioridades, estilos y equipos. Además, es un asesor desinteresado, sincero y gratuito.