El mito de la virgen de la Candelaria representa a María supuestamente llevando a uno de sus hijos (Jesús), para presentarlo al altar de un templo, que era por supuesto en aquellos tiempos un templo judío. María se hace acompañar supuestamente por José; amigos, familiares e invitados para realizar esta liturgia, y cada uno de ellos debería de llevar un cirio encendido, es decir, una candela, para iluminar el camino del niño hacia el templo y hacia el altar. La virgen de Tlacotalpan es por eso la virgen de la Candelaria, es decir, la virgen que porta o es acompañada por candelas.
Como hemos visto, el niño en cuestión era el futuro Jesús que según la leyenda del Nuevo Testamento, fue crucificado y muerto para salvar al mundo de sus pecados, y en una etapa de su existencia fue apodado “Cristo” porque fue ungido con pomada o aceite en la crisma cuando ya era adulto. Así que Jesús-Cristi es Jesús-Cristo, Jesucristo, “el untado” o “el ungido” y con ese apodo la iglesia católica nos lo ha presentado desde que la religión católica se hizo institución mundial. En este artículo no voy a discutir sobre la existencia o no de un tal Jesús bíblico, ese es tema para otra ocasión.
Por ahora, quiero destacar únicamente de que todas las festividades y liturgias cristianas fueron impuestas a sangre y fuego a los pueblos nativos, por una cristiandad que en su momento conquistó gran parte del mundo, y destacadamente en América Central en donde los indígenas habían alcanzado un elevado nivel cultural con su cosmología y religión propia. Por ello, la iglesia católica se vio obligada a concederle a estas culturas mesoamericanas el privilegio del sincretismo, que consistía en permitirles a los nativos mezclar sus tradicionales festejos y prácticas religiosas con la propia liturgia cristiana, convirtiendo así la religión cristiana en una suerte de religión cristiano-pagana.
De hecho, todas las festividades religiosas en México tienen esta característica, son cristiano-paganas y la Candelaria es una más de ellas.
La virgen de la Candelaria en Tlacotalpan es una hibridación de la diosa que los indios precolombinos llamaban Chalchihuitlicue y que tenía su reino en las aguas del río Papaloapan; desde ahí, dicha deidad amparaba a los ribereños de los poblados asentados en los márgenes del caudaloso río. Así, adorando ahora a la virgen de la candelaria, los tlacotalpeños adoran al mismo tiempo y tal vez sin saberlo a la diosa Chalchihuitlicue.
Hasta ahí todo está bien; la gente que cree en ídolos está en su derecho de adorarlos o festejarlos, aún si este festejo es únicamente para aplacar el ocio o embriagarse. Pero lo que no se vale es lo que un grupo de bueyes salvajes alcoholizados le hacen a un pobre rebaño de bueyes domesticados, y todo eso ante la complacencia de las autoridades y con la bendición y tolerancia de los ministros de la iglesia católica.
“Es cultura, es tradición, son usos y costumbres; los animales sienten, pero no sufren porque no tienen alma,” justifica el clero católico, como justifica las corridas de toros. Mientras se llenen los cepos de limosnas, justificarían también los sacrificios humanos, inseparables de las prácticas religiosas precolombinas.
Está bien que el pueblo se mareé con festejos de este tipo para olvidarse de las miserias; está bien que las autoridades se desvivan para organizar este tipo de festejos que entretienen a las masas y que la iglesia católica también se desviva por mantener viva la tradición. Pero no abusen: los pobres bueyes qué culpa tienen de que cualquier festividad garnachera, le sirva a un grupo de ignorantes salvajes como pretexto para descargar su violencia y su ira contra la sociedad. ¡No se vale! La religión es para embrutecer las masas, pero el gobierno está para educarlo.