Cuando no podemos saber con exactitud la verdad de algo, siempre tendemos a buscar los indicios significativos que nos ayuden a encontrar la verdad. Ello puede servirnos para sonsacar o para deducir lo que, de otra suerte, permanecería en el mundo de nuestras ignorancias.
Por ejemplo, cuando llegamos a un restaurante al que nunca hemos ido, nos basta con acudir a los baños para suponer cómo está el cuidado y la higiene de las cocinas. De inmediato sabemos que, si lo que se ve no recibe esmero, peor será lo que no se ve. Si sus excusados nos llevan al asco, estemos seguros de que sus ollas nos llevarían a la basca. Si todavía estamos a tiempo, salgamos sin comer. Si ya no hay remedio, tratemos de olvidar.
Ese es un ejemplo de indicio. Uno segundo, más complicado, se da cuando queremos saber el fondo de una persona. Si se lo preguntamos, no podremos estar seguros de la franqueza de su respuesta. Pero si le preguntamos cómo es otra persona, lo que admira y lo que desprecia en ella, sin darse cuenta, nos dará un retrato exacto de sí mismo. Si en el otro admira su patriotismo, su bondad o su honestidad, estemos confiados con él. Si en el otro admira su dinero, su audacia o su ambición, cuidemos nuestra cartera.
Ahora, vayamos a la política. Los discursos pueden ser sinceros o mentirosos. Creer o dudar de ellos en automático y sin reflexión puede llevarnos a la equivocación y a la decepción. Pero los presupuestos públicos son infalibles. Ellos dicen lo que no nos dicen las palabras. Si los presupuestos de justicia, de educación o de salud son robustos, ello indica que esos ramos le importan a ese gobierno. Pero si son raquíticos, ya sabemos qué esperar de los embustes de esos gobernantes y dejar de creer en sus promesas justicieras, educativas o sanitarias.
Otro indicador. Josué de Castro decía que, si queremos saber el futuro de la producción alimentaria de un país, baste con conocer el menú de la mesa presidencial. Pensemos en México, a título de ejemplo. Si al mandatario le gustan el pozole y el mole, las verdolagas y los chiles, la arrachera y el huachinango, podemos estar seguros de que le preocupará la producción de nuestros productos y la explotación de nuestros recursos. Pero asustémonos si más le gusta la salsa bernesa que el guacamole, la sopa de cebolla que la sopa de tortilla o el Wellington que las carnitas.
Así como sucede con todos esos indicios, hay algo que me preocupa a diario. Como todo citadino, circulo a diario por las calles de las ciudades. Y es allí donde me percato de un indicio alarmante. Veo las calles reventadas. Las vialidades destruidas por los agujeros, peligrosas por las coladeras abiertas, engañosas por la falta de señalamientos. Las aceras levantadas. Las guarniciones, quebradas. Todo esto lo mismo en las zonas populares que en las residenciales. Todo esto en casi todas las ciudades sin distinción de región, de idiosincrasia ni de partido.
Y aquí es donde aparecen mis temores. Que si eso es lo que se ve de la gestión gubernamental, ¿qué será de lo que no se ve? Si así está la avenida, ¿cómo estará la legalidad? Si así está la banqueta, ¿cómo estará la honestidad? Si así está el camino, ¿cómo estará el destino?
Desde luego, no estoy pensando en pavimentos, sino en presentimientos. Porque tampoco estoy pensando en lo que la riqueza brinda para el urbanismo. No me refiero a las lujosas vialidades de Texas, Nueva York o California ni a las excelencias de las autopistas alemanas, porque no estoy hablando de dineros, sino de funcionamientos.
Para ello, pongo un caso. Austria no es el país más rico de Europa, sino la economía número 12 del concierto europeo. No pertenece, en lo individual, al G20. México, sin embargo, sí pertenece a ese club de los más ricos. La economía austriaca es mucho más modesta que la mexicana pero sus calles nos indican un país que funciona muy bien. Sus vialidades tienen la lisura que no arriesga las llantas, la suspensión ni la vida. Sus aceras pueden ser usadas, sin peligro, hasta por el invidente, la carriola o la silla de ruedas. Y es que Austria es un país ordenado y eficiente.
Todo ello es una preocupación para alguien a quien no le preocupan los automóviles, sino las personas, los países y las sociedades. El problema no son las calles reventadas, sino los Estados reventados. Que aceptemos que nuestras calles se parecen a las de El Cairo, de Trípoli o de Damasco aunque México no sea, por el momento, ni Egipto ni Libia ni Siria. Veamos nuestras calles y veremos nuestro futuro.
Por último, quiero aclarar que estoy consciente de que nuestros gobernantes hacen todo lo posible para que funcionen nuestros sistemas, así como nuestras calles. Que no estamos mal porque así lo prefieren, sino porque así lo imponen nuestras propias incapacidades. Pero, también, estoy en claro de que mucho los ayudaremos si les brindamos nuestras percepciones y si ellos consideran nuestra buena intención para el bien de todos.