POR: Alfonso Villalva P.
Tu zapato pisando fuerte en la grama de las catedrales post modernas del deporte, donde la idolatría, el fanatismo aterrador, el sentido pegajoso de pertenencia, te arropa cada ocho días alentando tu singular viaje meteórico por un oficio sufrido, duro, exigente y desbordante de emociones; un oficio que, en contraste con muchos otros oficios, tiene fecha de caducidad predeterminada, temprana, terriblemente corta. Tú bien sabes lo que es venir desde atrás, lo que es superar obstáculos deportivos, sociales, familiares; lo que es creer con fe ciega que el sueño, a final de cuentas, sí es una posibilidad real.
Eres deportista de alto rendimiento, hijo pródigo, centro de veneración de miles de aficionados, destino de la ambición de quienes desean explotar tus años juveniles, tu ignorancia de cosas que no puedes aprender pues la escuela está vetada por una demanda de entrega a tus entrenamientos, a tus torneos de visita recíproca, a tus terapias y sesiones de planteamiento táctico y estudio del rival. La relevancia de tu existencia negada más de tres veces cuando canta el gallo de los apóstatas de la emoción de vivir, de los detractores de la pasión futbolera. Tu endiosamiento por quienes te utilizan como mercancía rentable de un comercio generalmente inexplicable.
Eres un jugador de fútbol, un muchacho –frecuentemente un niño-, que se debate cada día de su vida entre conceptos de máximo esfuerzo, triunfo, derrota, preparación, concentración para ganar y vuelta de nuevo. Driblar, bajar el balón, la “bicicleta”, la “mata de pecho”, el “toque”, la técnica individual. Eres probablemente uno de esos pocos seres en el mundo que emplea cada músculo y órgano de su cuerpo –cada uno- para competir, para vencer las Leyes de la física, para imprimir mayor velocidad y precisión a sus movimientos. Eres Chapecoense, eres guerrero del Santos Laguna, o de cualquier otro club; eres un crack, un Guerrero Jaguar de nuestra era, una sonrisa de oreja a oreja que a veces deslumbra con su naturalidad.
Pero un jugador de fútbol es ante todo –lo sabes-, un muchacho, eso, cuya vida gira plena y absolutamente en torno a vivir su sueño, a poner todo su organismo y materia biológica al servicio de la conquista de esa meta sublime que muy pocos pueden describir al levantar un trofeo, al portar el gallardete, al merecer el campeonato. Un chaval que también tiene miedos por la noche, y remordimientos, y cuentas pendientes con una infancia particular, con la envidia, el orgullo de sus vecinos y amigos, con sus pérdidas familiares, con el futuro de sus hijos, la emoción de su esposa, la gratificación de la amistad.
Un muchacho que persigue con todas sus fuerzas de juventud un sueño que solamente puede comprenderse cuando las cualidades individuales se aglutinan en grupo, en equipo, literalmente. Un equipo que se transfigura -en los trayectos hacia y desde la cancha, en el autobús, en el avión chárter-, en una nueva cofradía, una familia de verdad, en el seno de la cual se llora, se sufre, se ríe, se canta y todo. Una intimidad que se agrega a las madres, padres, hijos y esposas que viven una vida paralela fuera del centro de entrenamiento, muy por fuera del vestidor. Tu familia de diario, con la que lloras ante una lesión, con la que compartes el miedo de acabar prematuramente tu carrera a causa de una fractura, la pulverización de tu rodilla. Tu gente, tu banda, tu bolsa de protección. Tu grupo que asegura que, en unión, se puede aspirar a algo aún más grande.
Un muchacho incomprendido para los millones de pares de ojos que te observan cada semana desde la tribuna, al otro lado del televisor, ignorando los avatares de tu condición humana, tus preocupaciones; desvinculando tus sentimientos de la acción de centrar, rematar, o desviar un tiro de esquina. El gol que te acerca a la gloria, que te llena de besos de tus hinchas, que se asemeja a esa comprensión y solidaridad que sientes con tus compañeros con quienes desarrollas ese vínculo inolvidable, entrañable, inexplicable de solidaridad, complicidad, y hermandad dentro del vestidor.
Quizá por ello sucedió así la tragedia en la Unión, Antioquia. Quizá por ello, en el preciso momento de dar el paso al cénit del triunfo definitivo de un grupo de atletas que rompió paradigmas en tan sólo seis años desde la cuarta división, y se aprestaba a disputar la Copa Sudamericana. Como un mensaje, una promesa, una tristísima leyenda nueva, una forma de sacudir nuestras conciencias.
Es muy difícil imaginar lo que habrás vivido en cuarenta o cincuenta segundos a bordo de una nave voladora que furiosamente se precipitaba, a trescientos o cuatrocientos kilómetros por hora, a consumar el destino final, violento y a rajatabla, de un grupo, un equipo de muchachos, acompañados por cuerpo técnico, periodistas, tripulación, que te recuerdan a ti mismo, a mí, a todos, la inspiración diáfana que proviene de los ojos limpios de la juventud que cree que juntos podemos hacer lo imposible.
Un equipo que en un malogrado bólido boliviano sembraron involuntariamente una semilla de inspiración que al trascender a otros campos de la acción humana te recuerda a ti y a mí, porque el fútbol, el equipo, el joven futbolista están en el centro del devenir de la historia de todos en estos tiempos en que afanosamente necesitamos desinhibirnos y gritar ¡gol! -tu gol-, en un intento colectivo para no sucumbir. Quizá los escombros de su muerte anticipada sean la génesis de un cometa futbolero que te recuerde lo que significa en tu vida cotidiana ese puñado de hombres que durante noventa minutos dan todo lo que tienen a cambio de un sueño, así, como el tuyo, como el mío… Twitter: @avillalva_ FaceBook: Alfonso Villalva P.