Emplear argumentos bíblicos para hacer políticas públicas es, sí, un pecado. De la razón y la inteligencia. Al menos en nuestro país debería ser un delito. Nuestro Estado laico debe estar siempre libre de este tipo de posturas: que el gobierno y sus funcionarios trabajan para todos, no sólo para un sector de la población, no para un credo. Por eso he puesto mucho el dedo sobre el renglón tras las declaraciones y posturas de personajes como José María Martínez, el senador panista presidente de la Comisión de la Familia. Quien ha optado por escribir textos publicados en dos diarios de circulación nacional y en los que intentó sustentar una postura dentro del terreno social y político, como deben hacerlo todos los funcionarios públicos, pero que quedaron reducidos a textos falaces y burdos; malabares retóricos que no dicen nada. Algo así como un homenaje al cantinfleo con un evidente sustento religioso.
Y es triste, o más bien pobre, porque por el contrario, aquellos que han utilizado referencias religiosas para sus posturas —políticos o no— deberán encontrarse hoy con quienes sí han decidido dedicarle su vida a Dios, y quienes se muestran mucho más conscientes y abiertos a lo que otros han decidido condenar. Hace un par de días el diario español El País publicaba una entrevista con el obispo de Saltillo, Raúl Vera. Transcribo textual e íntegra una de sus respuestas, que más bien es postura, tras haber bautizado a la hija de una pareja de mujeres homosexuales:
“La homosexualidad, ay… es un tema al que nos hemos negado. Los que dicen que el homosexual es un enfermo, son los que están enfermos. Tengo un amigo que fue sacerdote y que es homosexual. Él dice que no reconocer a los homosexuales es como medir por las normas del rugby a los que juegan al futbol, y luego decirles además que están violando las normas. La Iglesia tiene que acercarse a ellos no con condenas, sino con diálogo. No podemos anular toda la riqueza de una persona solamente por su preferencia sexual. Eso es enfermizo, eso es no tener corazón, es no tener sentido común…”
Y no se trata de estar o no de acuerdo o de coincidir con respecto a algo, sino en cómo sustentamos nuestras posturas. La enorme diferencia entre hacerlo con la razón o con la consigna es evidente, y pasa cuando mezclamos creencias religiosas con las políticas. En las que no debería haber punto de encuentro.
Esto no viene a cuenta sólo por lo que ha sucedido con la Comisión de la Familia, también por lo que sucede en la Franja de Gaza: los horrores que se cometen en nombre de Dios. Jamás he entendido (asumo que él todavía menos) que los seres humanos se maten en su nombre. Que se maten, que se discriminen. Todo a su nombre por quienes se convierten en fanáticos de la que, dicen, es su palabra. La misma que memorizan sin cuestionar una sola coma. ¿O qué piensan todos ellos de Lot? Aquel héroe bíblico que, a causa suya, fue destruida Sodoma y Gomorra y que, ya borracho, copuló y embarazó a sus propias hijas. La Biblia —como el resto de textos religiosos en el mundo— es simplemente un discurso de poder redactado por el hombre. Hombres también son los sacerdotes, los que están peleando guerras a nombre de su Dios. Por ahí leía que Jesús no era cristiano, Mahoma no era musulmán, Buddha no era budista. Todos, tan sólo, pregonaban el amor. Hay quienes lo tergiversan, ni siquiera a su conveniencia, porque sólo crean un concepto de moral que muchas veces se convierte en su propio infierno y todo lo que su naturaleza les pide, deben hacerlo a escondidas.
Por eso aplaudo las declaraciones del obispo Raúl Vera, porque ha pasado mucho, muchísimo, para escuchar de líderes religiosos discursos lejos de la condena y más cerca de la razón. Y es que con la razón es con la única herramienta con la que se pueden crear sustentos ideológicos bien cuestionados y entendidos que dan lugar a todas las posturas. Con la razón es como deberían algunos hacer política.